Seducido por el amistoso entusiasmo de Tomás Alcoverro y Ángel Viñas, terminé leyendo el libro de Ignacio Rupérez sobre Cuba e Irak: pero he descubierto horrores muy distintos de los esperados.
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Ignacio Rupérez, diplomático más o menos simpatizante del PSOE, es hermano de Javier Rupérez, diplomático, víctima de ETA, ex embajador en la OTAN y Washington, centrista conservador.
Quizá nadie como Ignacio Rupérez pueda escribir el libro históricamente imprescindible sobre los matices todavía desconocidos de la diplomacia española hacia Irak siendo presidentes José María Azar y José Luis Rodríguez Zapatero, y ministros de asuntos exteriores Abel Matutes, Ana Palacio y Miguel Ángel Moratinos. Como encargado de negocios y embajador de España, en Bagdad, antes y después de la intervención americana en Irak, Rupérez ha sido un testigo y actor excepcional.
Daños colaterales. Un español en el infierno iraquí (Planeta), el libro de Ignacio Rupérez, ha sido jaleado como la obra de un embajador español en Bagdad. Sin embargo, en ese terreno, Rupérez no desvela ningún misterio, ni cuenta nada que desconozcan los lectores de la prensa cosmopolita más selecta. Da, sin duda, una visión muy viva de conocedor emérito de Irak… pero preserva para el secreto de la historia diplomática las confidencias de un embajador español, en Bagdad, durante unos años cruciales.
UNA HISTORIA DE CORRUPCIÓN DESCONOCIDA HASTA AHORA
El libro de Rupérez, sin embargo, también es otra cosa: una crónica salpicada de maravillosas confidencias sobre las actividades de periodistas y diplomáticos españoles, en La Habana, cuando la embajada española fue “asaltada” por disidentes que deseaban huir de la tiranía castrista y matones al servicio de la tiranía castrista comportándose como inquietantes gorilas.
Ignacio Rupérez cuenta una historia desconocida, hasta ahora, para mí, al menos: el comportamiento de eminentes periodistas españoles, asalariados de los más filantrópicos periódicos españoles… colaborando como chivatos, delatores, comisarios políticos y esbirros de la policía política castrista, cobrando en especies (privilegios, mujeres, etc.) unos servicios de la más baja catadura moral, mientras daban doctrina filantrópica a las élites filantrópicas españolas.
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