El asesinato de Hrant Dink, víctima de su condición de periodista armenio, presto a combatir con las palabras su visión de la historia de Turquía, recuerda de trágica manera los aldabonazos ensangrentados que se multiplican a las puertas de Europa, sin que la UE sea capaz de discernir con claridad su gravedad creciente.
Parece obligado pensar que Dink ha sido asesinado por denunciar la matanza de millón y medio de armenios, en Turquía, entre 1915 y 1917. El Estado turco está dispuesto a perseguir judicialmente a los periodistas, escritores y artistas capaces de usar la palabra genocidio. Y una parte significativa de la sociedad turca rechaza con violencia tal proceso moral.
Siendo trágica, tal realidad solo es una parte de las hondísimas y diversas corrientes que irrigan la realidad demográfica turca. ¿Cómo influiría en la UE la “entrada” de un país de 70 millones de habitantes, masivamente musulmanes suníes? (Entre el 75 y el 85 % de la población). Hay otras realidades étnicas.
Buena parte del 10 o el 12 % de turcos de origen kurdo se sienten mal representados en un Estado que, por otra parte, tampoco puede acoger a los kurdos irakíes, sirios o iraníes. Las minorías armenias, árabes, griegas, georgianas, suryaníes, cristianas, judías, alevíes, no plantean todas los mismos problemas, ni mucho menos. Pero todavía está lejos de ser realidad el sueño de una Turquía definitivamente unitaria, laica e integrada a Europa.
El asesinato de Dink recuerda, con brutalidad, que Turquía tiene graves problemas de integración, que pudieran afectar hoy o mañana a la seguridad europea, donde residen grandes colonias de inmigrantes turcos. Sería hipócrita fingir que el “ingreso” en la UE permitiría enterrar unas divisiones ensangrentadas que perduran desde el fin del difunto Imperio Otomano.
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