Imprescindibles para sobrevivir
Un monumento a la espera de un editor inteligente.
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Hablo de los Diarios inéditos de Luis Felipe Vivanco, que fue amigo de Ridruejo y Luis Rosales, mi maestro. [Luis Rosales, Atenas, los siglos áureos, la Recherche y nosotros. La casa encendida, capítulo final de mi Retrato del artista en el destierro].
El mejor los análisis que conozco de ese monumento lo escribió Anna Caballé. [En PDF, su texto y la reproducción de algunas breves entradas: 1 y 2].
¿Cómo olvidar que la obra toda de LFV está por revisar y reinstalar en el puesto que le corresponde en la historia de nuestras literaturas…?
ABCD las Artes y las Letras, 30 junio 2007.
Vivanco, épica de un diario
Anna Caballé
El próximo 22 de agosto se cumplirá el centenario del poeta Luis Felipe Vivanco (San Lorenzo de El Escorial, 1907-Madrid, 1975). No querría caer en el tópico de hablar de él como de un «escritor olvidado». Una expresión frecuente, y es que la historia literaria, con todas sus evanescencias, no siempre presta la debida atención a las voces más singulares. Pero sí me gustaría aprovechar la ocasión para evocar el diario que mantuvo a lo largo de su vida, testimonio de su admirable calidad moral.
Vivanco no fue un escritor con suerte: con enormes sacrificios personales, mantuvo al margen su rentable profesión (era arquitecto y de él dependió, por ejemplo, la ejecución de la Colonia El Viso en los años cuarenta), para centrar todo su esfuerzo en la poesía, su verdadera y profunda vocación. Y junto a ella, sus trabajos de crítica literaria (Moratín y la Ilustración mágica, 1972) o sobre pintura dibujan un mundo de intereses siempre coherente con sus preocupaciones: el arte como refugio, la dialéctica acción/sentimiento, la actitud contemplativa ante la vida…
Callada rebeldía. Sin embargo, su notoriedad intelectual no ha conseguido imponerse a los condicionantes políticos. Sobre él pesa la losa de poeta falangista, la inercia de hombre del Régimen, sin reparar en que vivió siempre culpabilizado por su parte de responsabilidad en la instauración del franquismo, imponiéndose un exilio interno muy riguroso que le mantuvo voluntariamente al margen de prebendas oficiales. Su callada rebeldía, su rechazo al franquismo, su dignidad personal apenas han sido consideradas.
El escritor fue consciente de ello («¿Estoy viejo, mohoso de tiempo -oh juveniles / penachos de Lepanto- sin un solo discípulo?») y unas y otras razones le llevaron al ensimismamiento de los últimos tiempos, del que da fe su interesantísimo diario, escrito entre 1941 y 1975, a lo largo de 34 años. Su hija Soledad preparó a la muerte del poeta una antología del mismo, excelente -Diario (1946-1975), Taurus, 1983-, pero que no puede dar idea del alcance de su conmovedora escritura, que sigue inédita. Un total de 216 cuadernos organizados por meses y cuyo texto mecanografiado (disponible gracias a la labor emprendida por su esposa a la muerte del poeta) ocupa 24 volúmenes. Vivanco escribía en blocs de pequeño tamaño que llevaba siempre encima. En ellos iba anotando ideas, lecturas, preocupaciones económicas, estados de ánimo, convicciones religiosas, su oposición a Franco y a la «España sucedánea» con él constituida, su rechazo al boato del catolicismo, que ve como una mamarrachada, su amor a la familia, al paisaje… «¿Qué será de estos cuadernos?», se pregunta cerca del fin. «¿Tiene uno derecho a dejar tan detallada su vida interior?» Porque, en efecto, dudo que nuestra literatura disponga de un diario comparable a este.
Las últimas anotaciones, escritas con letra temblorosa e impaciente, se leen con un nudo en el estómago. Son del verano de 1975, que Vivanco y su esposa, la también escritora María Luisa Gefaell, pasaron en Jaca, en los cursos de verano, junto a Ildefonso Manuel-Gil. La salud del matrimonio era muy precaria. El poeta no conseguía reponerse del sufrimiento que le suponía saber que sus hijos Juan y Soledad corrían grave peligro debido a su militancia política. La puntilla vino cuando regresaban a Madrid, el 5 de septiembre. En Pamplona, donde se habían detenido a pasar la noche, recibían la noticia de que Juan había sido nuevamente detenido y acusado de pertenecer al FRAP (como así era).
En primera página. Al ver Vivanco la foto de su hijo en la primera página de los periódicos, tratado como un delincuente, su desesperación fue absoluta. «Aquel día -escribirá Gefaell en el diario, en una última anotación que recoge lo sucedido desde entonces y hasta la muerte de su marido- en Pamplona creíamos volvernos locos de dolor. No sabíamos de qué acusaban concretamente a Juan, qué había hecho, ¡qué estarían haciendo con él! Nos destruía pensar que a nuestro querido hijo, tan amado, le estuvieran torturando.» Y añade: «Luis Felipe no levantó cabeza desde entonces. Sufría, sufría, callado, como rompiéndose». Y empiezan de nuevo las visitas a la cárcel de Carabanchel. Vivanco acompaña a su mujer como un fantasma: «Nos rodeaba aquel mundo variado y nervioso de familias de presos comunes, de gitanos, y el grupo de familias de «políticos» mal visto por todos ellos». A todo esto, Franco había entrado en su crisis final. Al parecer, el escritor pasaba las horas en su sillón pendiente de las noticias, viviendo en constante tensión. «Nos decían -Gefaell- que al morir Franco la Guardia Civil entraría en la cárcel a matar a todos los presos políticos.» Sucedió todo lo contrario, pero tanto el poeta como María Luisa se hacían eco, como es lógico, de todos los rumores. Franco iba muriendo muy lentamente y Vivanco iba muriendo silenciosamente. «Quería a su hijo con desesperación.»
El dictador murió en la madrugada del 20 de noviembre. El día anterior, el escritor había ingresado en la Clínica de la Concepción con un fuerte malestar impreciso y en la misma clínica le sobrevino el infarto. Su mujer entraría en la UVI para decirle «Franco ha muerto», pensando que tal vez la noticia le haría reaccionar. Vivanco musitó: «¿Ha muerto?». Ya no dijo nada más. Dos horas después, y ante la inminencia del desenlace, llegó su hijo, esposado, en medio de una nube de guardias armados. Una escena aparatosa, excesiva e innecesaria para un moribundo. El escritor fallecería en la madrugada del 21 de noviembre de 1975. No pudo haber flores en su entierro porque todas las floristerías trabajaban para la Plaza de Oriente. La noticia de su muerte pasó igualmente desapercibida en la Prensa. Tampoco habría Transición para él. Su hijo, Juan Vivanco Gefaell, salió un mes después de la cárcel.
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