Para mi sensibilidad, la definición canónica del Museo es la de Baudelaire: “Un musée national est une communion”.
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Con motivo del X aniversario de su inauguración, he leído algunos artículos sobre el Guggenheim bilbaíno, glosando su influencia en la modernización de la ciudad. No recuerdo ninguno que hable del arte vasco…
Y la exposición Basque Chronicles del fotógrafo navarro Clemente Bernard ilustra la realidad atroz de un pueblo ¿devorándose a sí mismo? ¿cómo nombrar las imágenes que hablan de una realidad endemoniada..? [Insisto en el adjetivo “endemoniada”: poseída por el Demonio, “el espíritu que todo lo niega”, según la definición del segundo Fausto de Goethe].
Más allá de la glosa o el reflejo de tal realidad, percibo con claridad el puesto de la filial bilbaína del Guggenheim, en el marco de la estrategia comercial de la marca neoyorquina, imponiendo a los jóvenes artistas vascos la realidad interesada de una empresa privada consagrada a la venta, promoción y especulación con los fondos de sus colecciones propias.
¿Qué fue del arte vasco sobre el que teorizaron varias generaciones de intelectuales y críticos de arte vascos, justamente..?
Quedan otras atroces realidades: el arte fotográfico iluminando paisajes endemoniados; el marketing empresarial colonizando los territorios que en otro tiempo pertenecieron a la universidad o las escuelas de bellas artes; y la realidad urbana de un museo que ha dejado de ser el espacio de comunión de un pueblo… para transformarse en un campo de batalla comercial, publicitaria, incluso cuando se trata de promover aventuras artísticas y menos artísticas de allende las fronteras de la heimat, colonizada por seres endemoniados.
En mi libro sobre Ramón Gaya y el destino de la pintura hay dos capítulos titulados “La pintura de un pueblo huérfano de sí mismo” y “Última luz de un culto proscrito”.
● Las culturas vascas, en la encrucijada.
● Literaturas vascas, en castellano y euskera.
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