HomenajeVIIaVelázquez. (La Venus). 1948. Óleo/lienzo. 64 x 100 cm.
Hablar de Ramón Gaya en esta casa, en La Pedrera, tiene algo de oficio sacro.
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TRAS EL AGUA VIRGINAL
La Pedrera, o el Parque Güell, como tantas otras obras de Gaudí, son algo así como grutas, cavernas, pozos de insondable oscuridad luminosa, donde los visitantes más afortunados pueden beber a cada instante el agua virginal que Joan Maragall descubría en un pozo de Campodrón: el agua virginal de la palabra; o el misterio de las líneas de la geometría áurea que une todas las cosas visibles e invisibles de la creación.
Una exposición de Gaya, en La Pedrera, en esta casa, permite facilitar el diálogo entre las cosas más hondas de la arquitectura espiritual de Cataluña, y las cosas más hondas de un pintor convencido que los museos pudieran ser algo así como una de las casas más íntimas del ser y la identidad de los pueblos. Gaya decía que España sería algo más deshilachado y absurdo sin el Museo del Prado.
ARQUITECTURAS ÍNTIMAS
Gaya y Gaudí tenían en común una visión sacra del arte y la realidad. Para Gaya, nada más sagrado que los colores, los perfumes, la geometría, el polvo, la materia, la piel, la carne y el misterio de lo real, cuya expresión más alta, para mí, bien pudiera ser el Gran arte, cuando el artista llega a alcanzar la naturalidad sacra de las palabras más sencillas, las palabras del Cántico espiritual; o la naturalidad del blanco y los grises de algunos acuarelistas chinos del siglo XIII.
Algunos cuadros de esta exposición, alguno de los interiores de Cardesse, algún paisaje de la huerta murciana, algunos paisajes parisinos o italianos, al pastel, la acuarela o el óleo, permiten ilustrar, hacer visible, a través de su mera presencia, esa celebración individual de lo sagrado que hay en el arte y es el cimiento más hondo, para mí, de la arquitectura ética, moral, espiritual, de la naturaleza íntima de un ser, un individuo o un pueblo. Baste con advertir hasta que punto Barcelona y Cataluña serían algo muy distinto sin el Parque Güell, la casa Batlló o la Pedrera, que es el ejemplo que tenemos más a la mano.
Nostalgiadelcubismo. 1989. Óleo/lienzo. 81 x 100 cm.
SER Y ESTAR EN EL DESTIERRO
En el caso de Gaya, el misterio que nos invitan a celebrar algunos de los cuadros de esta exposición es el misterio del Gran arte, amenazado por la barbarie del siglo XX, que tuvo muchos rostros, y todos desalmados.
Entre 1928, el año de la primera exposición de Gaya, en París, y 1948, el año de la pintura del IX Homenaje a Velázquez, la obra de Gaya pudo tomar muy distintos caminos de incierto destino.
En el principio, Gaya incluso pudo ser un pintor cubista, lírico, a la manera de tantos otros pintores de su generación, como su amigo Francisco Bores. O sentir, que las sintió, cualquiera de las pasajeras tentaciones de todos los maestros reunidos en la madrileña exposición de los pintores Ibéricos de 1925. Sin embargo, la exposición parisina de 1928, en compañía de sus paisanos Pedro Flores y Luis Garay, lo inmunizó para siempre contra cualquier tentación vanguardista. Gaya vivió aquella corta pero determinante experiencia parisina en una esquina de la plaza de Furstemberg, frente al edificio donde hoy se encuentra la casa / museo Delacroix. Pocos años más tarde, Balthus, que pronto pintaría su famoso retrato de Joan Miró y su hija, vivió en la misma plaza, casi en el mismo lugar, y obedeciendo, sin duda, a las mismas pasiones, sufrió la misma experiencia de rechazo contra las locuras parisinas que por entonces se sucedían a un ritmo vertiginoso. Y me digo que, si Gaya hubiese sido francés, más temprano hubiera llegado el reconocimiento por venir de su verdadero puesto en la historia del arte. Pero Gaya era reciamente español, y murciano, que son dos formas muy peculiares de ser y de estar en el destierro, en la propia tierra patria.
Esa condición embarcó a Gaya en el torbellino de las locuras mucho más trágicas que culminaron con la guerra civil y el Triunfo de la Muerte, a la manera del Bruegel del Prado. Del camino individual que condujo a Gaya hasta aquel descenso al Infierno histórico quedan lejanas huellas en esta exposición, como la imagen de Luis Cernuda recostado en una playa de Almería, o el retrato de Juan Gil-Albert, el gran poeta valenciano, muy amigo de Gaya.
EL OFICIO MÁS ALTO
Gaya y Gil-Albert, como sus amigas Rosa Chacel y María Zambrano, entre algunos otros, formaban parte de un grupo no muy numeroso de escritores y artistas, muy influenciados por Juan Ramón Jiménez, Ortega y Ramón Gómez de la Serna, que soñaron desde los años veinte con reconstruir la perdida arquitectura espiritual de España, enraizada en lo Bueno, lo Bello y lo Justo, el Arte Noble de la tradición castellana, cuyas expresiones canónicas son Velázquez y Jorge Manrique. Gaya, como sus amigos y compañeros de generación, aspiraba nada menos que a poner fin y revocar la desalmada tradición cainita y hampesca que llevaba varios siglos envenenando la naturaleza íntima de España y los españoles, endemoniada la vida pública con las semillas de la podredumbre cainita que comenzó a proliferar con la Picaresca. Desatada y perdida la Guerra civil, Gaya tomó el amargo camino del exilio y el destierro, dejando tras sí varias obras muy raras en su trayectoria, que no están presentes en esta exposición: escenas de drama y angustia, huellas íntimas de un artista y un arte desesperado.
Gaya perdería a su esposa en un bombardeo, durante ese periplo, no lejos de la frontera francesa. La vida íntima, la historia y el arte ya estaban maduras para celebrar, sin que él lo supiese en aquel instante, el oficio más alto: él oficio del artista capaz de dar a su obra un estilo propio y definitivo, dejando una huella personal en la historia general de la pintura.
Batalladesamurais.1986. Óleo/lienzo. 60 x 72 cm.
EL DOLOR Y LA ANGUSTIA
En el caso de Gaya, ese estilo comienza por ser una manera de estar irremediablemente solo, de pie, íntegro, resistiendo con desplantes, temeridad y elegancia taurinas a los furiosos vendavales de la historia.
He dicho bien elegancia taurina. Gaya, como su amigo José Bergamín, autor de obras canónicas en materia de arte y estética taurinas, fue un gran aficionado al arte de torear; incluso llegó a escribir varios textos importantes en ese terreno. Tal faceta de Gaya merecería por sí sola un estudio importante, que está por escribir. Baste hoy con subrayar que esa elegancia del hombre solo, en pie, con gracia, afrontando en solitario el riesgo de la muerte más absurda y gratuita, es algo esencial en el hombre Ramón Gaya; y en su obra.
Cuando Gaya cruza los Pirineos, como tantos otros, es un hombre sin casa, sin familia, sin mujer, sin patria, tiene todos los motivos para estar desesperado. Y quizá lo estuviese. Sin embargo, el artista, el pintor, comienza a saber que él no se abandonará nunca a la tentación de un arte desesperado. Gaya había pintado algunos cuadros que hablan de la angustia del artista que contempla un bombardeo de poblaciones civiles. Sufrida en silencio esa experiencia, tan dramática y tan actual, Gaya advierte que la debilidad hacia el dolor pudiera ser una concesión que privase al arte de su naturaleza más honda; para transformarlo en otra cosa más débil, frágil, transitoria, circunstancial, convertido el artista en un cautivo del dolor y la desesperación. Para Gaya, como para Jünger, la hombría también se mide en la capacidad de resistencia solitaria contra el dolor y la angustia.
EL AMANECER Y LA LUZ
Caído en el abismo de la soledad, el dolor y la tragedia, al cruzar la frontera de los Pirineos, refugiado muy provisionalmente en Cardesse, en el suroeste francés, Gaya moja sus pinceles en el agua oscura del tormento. Pero su mano firme de enormísimo acuarelista y pintor al óleo, se detiene con una simplicidad y pureza definitivas en la contemplación de las cosas más sencillas, la ventana de una humildísima habitación solitaria, la calle solitaria de un pequeño pueblo, hacia el alba.
Mi primera tentación, a la hora de escoger un solo cuadro, utilizado como hilo conductor de esta charla, fue escoger una de esas obras. Y no lo hice porque, en definitiva, ese instante decisivo en la obra de Gaya es solo eso, un instante. Instante capital, que abre las puertas a un mundo mucho más pleno, si cabe; ya que, en verdad, el tema central de las obras de Gaya, en Cardesse, es la pintura de la luz. Tema que el Balthus de la madurez también trabajó a su manera, y que Gaya resuelve de modo mucho más simple y definitivo: amanece; y la luz viste todas las cosas con los colores de la creación.
Ese es el tema central del Gaya de Cardesse. Tema que viene del Cántico espiritual, utilizado por Gaya, así mismo, para hablar de Velázquez, otro pájaro solitario, en un libro sencillamente indispensable.
ChàteaudeCardesse.1939. Gouache/papel 32×24 cm.
LA MUERTE DE LA PINTURA
Terminada bastante pronto la escala harto provisional de Cardesse, el destierro mexicano de Gaya lo abocaría a otra experiencia endemoniada: la muerte y ausencia de la pintura.
Perdida la tierra natal, perdida la familia, arrancado de cuajo del terruño y de todas las raíces íntimas de su ser, privado de todas las razones que hasta entonces habían justificado su vida, Gaya sufre en México de otra pérdida irreparable que lo hace sufrir de manera angustiosa: la pérdida de la pintura.
En sus escritos, en sus correspondencias personales, Gaya no se queja nunca de ningún dolor causado por las cosas más dramáticas de la vida de un desterrado, pobre y solo. Pero grita y clama al cielo contra la ausencia de museos, sintiendo una suerte de asfixia, víctima de su lejanía física del Prado, el Louvre y los grandes museos italianos y holandeses.
Esa pérdida, que no es una nostalgia, si no la dolorosa herida de una ausencia fatal, una falta física de una materia indispensable para vivir, la materia pictórica, material y espiritual, a un tiempo, está en el origen último de una de las series de pinturas más memorables de la obra toda de Gaya: los Homenajes.
CASA ÍNTIMA
Desterrado, solo, en conflicto permanente con las escuelas más en boga, denunciando con vigor el interesado comercio de los epígonos de todas las escuelas muertas, en la vieja y lejana Europa, sufriendo en su carne la ausencia de la pintura, como un sediento privado de agua, Gaya toma la decisión más sencilla y heroica: pintar él mismo la pintura de la que ha sido privado: pintar en su modestísimo estudio mexicano la pintura ausente y desterrada en los viejos museos de la lejana Europa, de Rafael a Velázquez, pasando por el Tiziano y Rembrandt.
Cuando la difunta tradición de las vanguardias se encontraba en lo más alto de su voracidad saturnal, Gaya, como Balthus, perdido, también él, en otro epicentro del huracán que todo lo estaba arrasando, a su paso, movido por los poderosos resortes de la especulación y la publicidad audiovisual, Gaya toma la solitaria decisión de resistir y defender las viejas artesanías amenazadas de muerte. Las artesanías del lápiz, el carboncillo, el pastel, la acuarela, la pintura al óleo. Y, además de cultivar el retrato y la pintura de caballete, al aire libre, contemplando la naturaleza a la manera filosófica de los acuarelistas chinos, Gaya se recoge en lo más íntimo de su casa íntima, para evocar los colores, las figuras, la geometría, el fulgor de escogidas obras maestras cuya mera evocación y presencia, no siempre física, ya justifican y dan sentido a la vida de un hombre o un pueblo.
HomenajedePicassoaMaxJacob y mio a Picasso. 1989.
Óleo/lienzo. 54 x 65 cm.
RAFAEL, OLGA…
Los Homenajes de Gaya comenzaron siendo algo así como láminas de un cuaderno de notas, un libro de trabajo forzosamente interminable, que terminó convirtiéndose, con los años y una larga vida de contemplación, estudio y trabajo, en algo mucho más parecido a una majestuosa colección de joyas preciosas, una y otra vez revisitadas, con el fin de enriquecerse y enriquecernos, volviendo una y otra vez a la contemplación, sin cesar renovada, del misterio original de la Academia romana de Rafael, la sinfonía armoniosa del cuerpo de una bañista de Rembrandt, el fulgor diamantino de las sedas o bordados del Tiziano, el ocre oscuro de las gitanas de Nonell, la majeza o el garbo de una señora vestida por Goya, la silueta grácil e inmortal de un desnudo femenino, la gracia de un retrato picassiano de Olga, las infinitas variaciones del gris y el blanco del rostro y el cuerpo caído de un niño de Vallecas, tocado por la gracia de los inocentes y los justos.
Gaya rinde continuo homenaje a las más altas cimas de la pintura de nuestra civilización. Y ese homenaje, sin cesar recomenzado, también es una búsqueda de sí mismo. Y de la pintura. A la manera budista, me atrevería a decir: Gaya se limita a contemplar, en silencio, con la piedad del acuarelista chino o japonés que contempla siempre el misterio y la gloria intacta de la luna, el arroyo, la nieve, la montaña, o el albo purísimo de los cerezos en flor. Y, cumplida la ceremonia sacra de la contemplación y comunión con la naturaleza, ejecuta con mano maestra los trazos de una obra nueva, que no es ni una copia de lo real, ni un espejo; si no, acaso, en los momentos de comunión más felices, un rostro nuevo de la creación. Rostro que, como todas las cosas creadas, que no fabricadas, construidas, pensadas o imaginadas, es una cosa viva, que mira, que habla, que nos interpela y establece una relación siempre viva con el resto de las cosas creadas.
Ante un Picasso o un Rembrandt; ante un puente veneciano o ante los muelles del Sena; ante una calleja del Transtevere o un árbol de la huerta de la Fuensanta murciana, Gaya contempla, admira, se maravilla y rinde siempre el mismo homenaje votivo a unos misterios que griegos y romanos celebraban a su manera, rindiendo homenajes a los genios de la tierra. Hasta nosotros llega el eco perdurable de aquella comunión de los hombres con los genios de la tierra, a través del Gran arte… la ofrenda en mármol que sigue a una victoria, en Samotracia; la esperanza intacta que embarga a Carles Riba en lo más hondo de la tragedia histórica, contemplando desde el mar el templo de Poseidón que se alza en el cabo de Sunion; o la figura caída de un niño de Vallecas, cuya mirada tiene el don de la gracia que se ofrece en sacrificio.
IXHomenajeaVelázquez,1948
EL ROSTRO, ESPEJO DEL ALMA
En el IX Homenaje a Velázquez, la estampa del Niño de Vallecas reposa en una superficie lisa. Junto a ella, un vaso de agua. A la izquierda, la silueta de otra estampa, otro cuadro colgado en un muro en blanco. La casa íntima del hombre que contempla ese interior, que también es su residencia de paso, tiene algo de un museo provisional, en ciernes. En el destierro, la reconstrucción de un museo, mínimo y forzosamente portátil, algo tiene que ver con el proyecto de reconstruir la casa más íntima de la morada del ser de un pueblo, en cuarentena.
Sabemos, por otros homenajes de Gaya, que la escena de tales ofrendas votivas, a través de las cuales se oficia la comunión de un hombre con la pintura, es siempre muy similar. Una mesa de pino, sencilla y humilde, noble; apoyada contra un muro en blanco, a la manera de un altar improvisado en un lugar de tránsito: el hombre que se recoge, en silencio, ante las imágenes de su devoción, vive en una habitación de paso, decorada con estampas de un mundo amenazado o perdido.
En el caso del IX Homenaje a Velázquez, los ojos de quien oficia esa puesta en escena, el pintor que pinta la pintura cuya ausencia física le hace daño, los ojos de Gaya, se han detenido con la precisión del primer plano en el rostro de la imagen venerada en sacrificio, o comunión. A su lado, a la izquierda, un vaso vacío. En otros homenajes, en ese cáliz luminoso y transparente yacen unas flores, un jazmín, unos claveles, una amapola. En este caso, el cáliz está vacío: este homenaje celebra la comunión del pintor con la luz.
En su homenaje, Gaya se ha detenido en el rostro del niño. En esa obra está ausente la figura entera del niño velazqueño, vestido con paños verde caza. Tales atributos remiten a cosas exteriores: los regalos reales, como pago a los servicios prestados por un bufón de corte. También está ausente en la obra de Gaya el espacio físico de la escena de Velázquez, la cueva o abrigo donde los anacoretas de Ribera suelen buscar la meditación. Gaya solo se interesa por el rostro del niño. El rostro, espejo del alma, en la tradición popular del refranero.
AVENTURA ÉPICA
Siglo y medio atrás, ese rostro ya había atraído a Goya, que lo copió en dos ocasiones, en un dibujo a sanguina y en un grabado al aguafuerte y aguatinta. El mismo rostro también interesó a otro poeta condenado al destierro, León Felipe, quien escribía, en 1930:
De aquí no se va nadie.
Mientras esta cabeza rota
Del Niño de Vallecas exista,
De aquí no se va nadie. Nadie.
Esa cabeza rota que seduce a León Felipe y a Ramón Gaya, entre tantos otros, fue identificada por vez primera por José Moreno Villa, mientras trabajaba como director en el antiguo Archivo del Palacio Nacional, en el Madrid bombardeado de 1938. Su descubrimiento de la identidad histórica del Niño de Vallecas, Francisco Lazcano, “El Vizcaíno”, un enano, bufón en la corte de Felipe IV, se hizo pública en México, en 1939, con la primera edición, a cargo del Colegio de México, de Locos, enanos, negros y niños palaciegos, el indispensable ensayo de Moreno Villa.
Con el homenaje de Gaya a ese niño vizcaíno y velazqueño, afincado en Vallecas, culmina la recuperación de una identidad individual, proscrita durante siglos y revelada por Moreno Villa. Ese retrato de un retrato velazqueño forma parte significativa de otra saga colectiva: la aventura épica de los españoles desterrados, en busca y preservación de sus raíces íntimas. Y, como olvidarlo, ese homenaje también es una obra esencial para intentar comprender la lucha personal de Gaya contra la experiencia endemoniada de la ausencia y muerte de la pintura.
RamónGaya, Cerezos en flor, 1975.
CONSTRUIR UNA CASA
Cuando me refería al oficio sacro de hablar de Gaya, en esta casa de Gaudí, en la Pedrera, me estaba refiriendo a la condición sacra de esas relaciones inmateriales que, cuando se rompen, dejan a los pueblos y los individuos mucho más vacíos deshilachados y desesperados, convertidos en meras cosas que se compran y se venden como objetos en los supermercados de naderías averiadas.
El IX Homenaje a Velázquez de Ramón Gaya habla de esas cosas sagradas que son la pintura, los museos y el arte de vivir en gracia y con gracia, dando un sentido a la vida individual y la vida colectiva de un pueblo.
Para salvarse, en el destierro, Gaya se aferró con fe inquebrantable al mástil invisible del Gran arte amenazado. Y en esa comunión íntima, como le ocurrió a Carles Riba, casi por las mismas fechas, ante el templo griego que se alza en los altos del cabo Sunion, el pintor encontró la fe y la fuerza para seguir viviendo, consagrado a la tarea sin fin de construir una casa íntima que también es una casa común, donde vivir en comunión, que es vivir en paz, con otros hombres y mujeres con los que compartir el pan y la palabra. Comunión rara pero no excepcional de algunos hombres que comparten la misma fe en las cosa de la creación, que para mi algo tiene de sagrado; ya que une las cosas materiales de la vida de cada día y las cosas del alma que se transmiten de padres a hijos, con la lengua. Tarea sin fin, como creo que puede comprenderse en esta casa, en la Pedrera, indisociable, a través de la obra toda de Gaudí, de la construcción de Cataluña. Amén.
HomenajeaVelázquez. (El Felipe Próspero de Viena). 1951. Óleo/lienzo. 72 x 80 cm.
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Texto de una breve conferencia que pronuncié en La Pedrera, Barcelona, el 5 de septiembre del 2006, con motivo de una retrospectiva organizada por Alex Sussana y comisariada por Juan Manuel Bonet.
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● Ramón Gaya y el destino de la pintura.
● Ramón Gaya y la ilusión de la fraternidad.
● Museo Ramón Gaya.
● Ramón Gaya.
● El Blog de Ramón Gaya.
● Arte en este Infierno.
juan luis says
Al margen de su pintura maravillosa, qué pasmo los ensayos sobre arte de Gaya, de lo mejor que he leído sobre el tema.
Excelente conferencia Q.
JP Quiñonero says
Juan Luis,
Pasmo es la palabra exacta -y muy RG- para hablar de sus ensayos… ¡qué libro tan prodigioso sobre Velázquez…!
Q.-
Gratitudes.