Moscú y Washington proyectan su influencia en los cinco continentes, cuando Europa se percibe mucho más frágil en todos los terrenos que afectan a su seguridad y prosperidad, presente y futura.
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Cuando la guerra de Irak entra en una nueva fase, no se perciben diferencias sustanciales entre la nueva estrategia militar de Washington y los programas de McCain y Obama en materia de seguridad y defensa.
Cuando la crisis del Cáucaso ha confirmado la determinación militar rusa, el despliegue de bombarderos en Venezuela y las próximas maniobras navales ruso-venezolanas en el Caribe confirman de manera espectacular las ambiciones internacionales de la Nueva Rusia.
Durante unos años, EE.UU., la República imperial (Raymond Aron dixit) parecía la única superpotencia con intereses y determinación planetaria. La nueva Rusia aspira, como la antigua URSS, a que se le reconozca su “derecho de ingerencia en sus áreas de influencia”, que van del Cáucaso a Oriente Medio, del Golfo Pérsico a la “solidaridad con sus aliados” (Venezuela, Cuba), con una temible influencia: baste recordar la capacidad de presión del eje Moscú, Teherán, Venezuela.
“Capacidad de influencia” que afecta de manera determinante al nervio de la prosperidad económica: Moscú y Teherán influyen directamente en los precios y el control de los abastecimientos de gas y petróleo donde están hipotecadas las declinantes economías europeas.
En Europa, no existe ni una visión común de tales desafíos, ni una determinación palmaria. La UE y la OTAN hablan a Moscú en distinto tono. Ante Washington, la UE utiliza muy distintas voces, que hacen más visible la fragmentación. En materia de seguridad, Europa está ausente en todos los frentes donde el derramamiento de sangre golpea con atroces aldabonazos a sus puertas. En materia de prosperidad, la crisis financiera y los suministros que controlan Moscú y Teherán recuerdan la fragilidad del sonambulismo.
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