La Fondation Maeght consagra una grandísima retrospectiva a Eduardo Chillida: los comentarios leídos quizá pongan de manifiesto, para mi sensibilidad, el arcaísmo y degradación de la información y la crítica.
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Rescato mi viejo texto, el de la primera edición de De la inexistencia de España.
12.3. Gaudí, Maragall, Julio González, Gargallo, Carmen Laffón, Chillida y los espíritus de la tierra.
Esa tarea de vaciado y revelación de la materia es la historia de la escultura moderna, que, en nuestro caso, comienza cuando Julio González y Pablo Gargallo descubren en el Paseo de Gracia los balcones de La Pedrera, indicándoles el camino de la arquitectura y los motivos de la Sagrada Familia, el laberinto espiritual del Park Güell.
Julio González y Gargallo comenzaron a descubrir un espacio que Eduardo Chillida llamaría mucho más tarde espacio interior y Gaudí había comenzado por imaginar en forma de restauración de la armonía original entre el espíritu y la materia.
Inspirándose en las grutas de Montserrat y los inesperados descubrimientos de cuevas y restos de fósiles prehistóricos que se hicieron en diciembre de 1900 en la Montaña Pelada de su Park Güell, en curso de gestación, Gaudí concibió una montaña hueca donde se cruzaron y reencontraron una nueva vida social y los primitivos genios del lugar, unidos y deseando dar cobijo y amparo al hombre moderno, a través de la comunión en el espacio de una obra de arte.
Los sacerdotes y científicos del Museo Geológico del Seminario Conciliar donde fueron depositados los restos de las cuevas de la Montaña Pelada donde trabajaba Gaudí, Jaume Almera, director, y Norbert Font i Saqué, su ayudante, aspiraban a confirmar algunos relatos bíblicos, como el Diluvio y la existencia del Jardín del Edén. Gaudí quizá no llegase tan lejos. Pero hubiera sido muy difícil para él evitar la tentación del paralelismo y el presagio espiritual. Los mejores estudiosos internacionales del Park Güell, Conrad Kent y Dennis Prindle, Hacia la Arquitectura del Paraíso (1992), subrayaron, en su día, que, para Gaudí y sus amigos, las cuevas y grutas descubiertas en la montaña donde se iniciaba uno de los proyectos urbanísticos, arquitectónicos y escultóricos más radicales y significativos del arte moderno, “tenían una significación que excedía a su valor científico”. La geología y la historia sagrada se confundían en el escenario de una montaña cuyas cuevas, grutas y oquedades [he eliminado un “que”] Gaudí integra en su propia obra.
Así, la memoria y los frutos de los lejanos antepasados que se comunicaban con sus espíritus en la Montaña Pelada encontrarían una nueva razón de ser, integrados en un vasto proyecto de refutación del nuevo orden maquinista e industrial. La tierra y el espíritu dialogaban a través del vaciado de una montaña, cuyos huecos, grutas y cuevas permitían intentar comprender y asegurar la prolongación del miedo, la incertidumbre, la comunión y la armonía originales.
Quizá no sea un azar que Joan Maragall escribiese su poema Les Muntanyes (1901) en Campodrón, a los pocos meses del descubrimiento hecho en el futuro Park Güell, contemplando una fuente que tiene para él la misma significación telúrica que tenía para Gaudí su proyecto de montaña vaciada y esculpida, en su interior y su exterior, con el fin de crear un nuevo espacio espiritual para el hombre de su tiempo.
Maragall escribe ante la fuente de Campodrón:
A l’hora que el sol se pon,
bevent al raig de la font,
he assaborit els secrets
de la terra misteriosa.
Part de dins de la canal
he vist l’aigua virginal
venir del fosc naixement
a regalar-me la boca
(…)
Tot semblava un món en flor
i l’ànima n’era jo.
Por su Elogi de la Paraula de 1903 sabemos que Maragall había descubierto en Ramon Llull las infinitas maravillas tan evidentes y palmarias en la contemplación de la tierra y los sentidos corporales, cuyo encanto siempre nuevo y gozosamente luminoso permite comunicarse, o ponernos en contacto, al menos, con las cosas espirituales, que quizá sean su reflejo estrellado. Por su traducción muy personal del Heinrich von Ofterdingen de Novalis, que data de 1904, sabemos que Maragall hizo suyo el proyecto que los románticos alemanes heredaron de los presocráticos y la mística medieval: una obra donde la poesía, la historia, la palabra y la música construyen la casa más íntima del hombre, en un espacio inmaterial que es el reverso del espacio material y geográfico. Fascinado por un libro y una frase que Carles Riba volvería a leer, traducir y usar, en el exilio, Maragall traduce y matiza a Tieck, que explicaba a Novalis, diciendo que el héroe retorna al seu esperit com a la més antiga pàtria.
Para Maragall, el espíritu de la creación es la patria más antigua. La palabra. Gaudí no diría otra cosa de la escultura y la arquitectura. El agua virginal que nace en la oscuridad de la fuente permite a Maragall comunicarse con los espíritus de la tierra, comunicando a los mortales que el artista es un alma que da vida y forma a las cosas y la materia, porque, concluye Les Muntanyes,
he assaborit els secrets
de la terra misteriosa.
Para penetrar en los secretos de la tierra misteriosa, el escultor quizá esté mejor pertrechado que el poeta o el músico. En definitiva, es él quién comienza trabajando con la materia misma, las piedras, el mármol, la madera, el barro. La gruta y la cueva comenzaron por ser un vaciado de la tierra. Allí se encuentra cobijo y se oficia la comunión de la primera obra de arte. El Park Güell comenzó siendo una montaña hueca poblada de maravillas, concebidas con el fin de salvar el alma y el espíritu de los hombres perdidos en el Infierno de la sociedad industrial.
El vaciado de la montaña del Park Güell establece la primera relación telúrica entre la tierra, la escultura, la arquitectura, el urbanismo y los genios del lugar. El hombre busca en la tierra cobijo y alimentos para su cuerpo y su espíritu. Del barro terrestre nace el primer hombre tocado con una gracia que su palabra considera divina y muy pronto lo invita a concebir y suplantar a Dios, creando, con sus manos, juguetes que son sus hijos, sus criaturas y sus semejantes.
Ese oficio del hombre artesano y alfarero culminaría en la historia de la escultura con el Balzac (1896) de Rodin, que pone en pie a un hombre que nace de la tierra con la soberbia de quien se cree llamado a suplantar a Dios, creando un pueblo entero de hombres, alegoría de la Creación toda. Miguel Ángel se había servido de la mitología cristiana para hablarnos de su noción de espíritu. Rodin no tiene la fe necesaria para creer en esas formas de misterio, que su Pensador interroga en vano. Privadas de alma, las antiguas figuras humanas también van a ser desterradas o condenadas a doloroso exilio. Giacometti sólo esculpe hombres solos en busca de ellos mismos y de sus semejantes. Marcel Duchamp nos invita a penetrar irónicamente en el misterio de los cuerpos y las cosas, oficiando un ritual mecánico y saturnal: las cosas se devoran y nos devoran; queda la huella de nuestro dolor y nuestra ausencia. Julio González y Pablo Gargallo consuman una metamorfosis única: mostrarnos lo que queda de la figura humana cuando vaciamos su cuerpo.
Julio González llegó a esculpir un Ángel (1933) en algo muy familiar a otras semejantes figuras de Paul Klee: aparición aérea y material, que dialoga con lo material e inmaterial que hay en nosotros y, por momentos, podemos llegar a ser nosotros mismos, transmitiendo la vida y la ilusión de la vida. Julio González esculpe figuras que son máscaras y rostros de personas queridas. A través de la desaparición del volumen y el cuerpo, la mano del artista consuma el milagro de reconstruir una figura de líneas cuya geometría aérea nos devuelve intacto y más puro algo relacionado con el alma de una persona humana: una máscara que nos habla, interpela y continúa hablando, iluminada, cuando desaparecen los seres que amó y la amaban.
Gargallo y sus amigos noucentistes habían intentado oficiar el mismo misterio que cultivaron muchos de sus antepasados mediterráneos, rescatando la intacta fragancia de los cuerpos esculpidos en la Grecia arcaica y clásica. Picasso y muchos otros descubren el arte íbero, las esculturas africanas y las artes de la cuenca del océano Pacífico, seducidos e inspirados por los trabajos artesanos de antiguos artistas, magos y chamanes. El arte de crear, con las manos, frágiles figurillas de arcilla a quienes es muy difícil transmitir la palabra del hombre, pero, con mucha frecuencia, poseen una gracia que algo nos dice y nos invita a los hombres a perseverar en tan alta y misteriosa hechicería.
Durante siglos, los artistas transitaron por el camino de la forma y la composición de las figuras. La persona humana era un misterio sagrado. Su alma era su contorno glorioso, expresándose en todo su esplendor sublime en el abandono último del sufrimiento, el dolor y el éxtasis místico, tan próximo, por momentos, al trance erótico. Julio González y Gargallo descubren que esos cuerpos gloriosos posee una geometría y una arquitectura interiores, que ellos exploran vaciando los cuerpos, haciendo realidad, por vez primera, el espacio interior (Chillida) de la figura humana.
Conocedor egregio del cuerpo humano, Gargallo esculpe vaciados de figuras que son gozosos cuerpos de inmortales Bacantes; delicado orfebre, imagina una cavidad misteriosa entre todas, porque de su recogimiento inmaterial nace ante nuestros ojos un rostro de mujer, que puede llamarse Kiki de Montparnasse, para dar un nombre a lo inmaterial que nace con tanta gracia y misterio. Rodin esculpía y modelaba la piedra, despojándola de lo accesorio. Gargallo esculpe figuras inmateriales.
Las primeras figuras femeninas, en hierro, de Julio González, son siluetas transparentes. Aéreas figuraciones abstractas. Desaparecido el cuerpo y el rostro, perdura una gracia íntima y secreta. Gargallo concibe figuras que son contornos de cuerpos cuya palmaria realidad carnal está naciendo del vaciado de la materia, esculpiendo o fraguando un nuevo espacio inmaterial. El herrero original roba a los dioses el misterio del fuego, dispuesto a crear herramientas con las que labrar la tierra o fraguar máscaras de guerra, religión o de arte. Gargallo sabe o intuye que está cruzando el umbral de un mundo nuevo por inexplorado, y trabaja durante treinta años en un Profeta que comenzó a dibujar en 1904, realizó en cobre en 1926 y solo pudo concluir parcialmente en 1933, sin poder llegar a materializar el bronce imaginado, falto de tiempo y dinero, porque la muerte llegó demasiado pronto.
En el estudio en cobre de 1926 se cruzan todos los caminos de la escultura de ayer y de mañana. Los bucles de su barba y cabellera pertenecen a la tradición mediterránea. Ondulaciones marinas. La espuma nace, se rompe y renace a la orilla de una playa que es un rostro que algo nos grita. El rostro de ese hombre iluminado por una fe de la que Gargallo nada nos dice está cruzado por una línea o un plano inclinado que proviene del abismo geométrico cubista, dividiendo el rostro del hombre en varios espacios de desigual penumbra. La luz crea la ilusión del volumen. Del espacio más recogido y oscuro, por momentos, si la obra se ilumina por la espalda, surge un solo ojo, interpelándonos con su visión. Ese ojo no nos ve. Ni siquiera nos mira. Pero es una evidencia que él si ve y continúa viendo, o nos hacer creer en la ilusión de ver algo que a él lo fascina o maravilla.
Nuestra boca es una cavidad que abre y comunica nuestro cuerpo con el exterior. La boca del Profeta de Gargallo es un trozo de materia que delimita el vaciado del rostro, gritándonos algo sin duda relacionado con la revelación que su ojo contempla o pudiera contemplar.
El Profeta de 1926 es algo más que una máscara y algo menos que un cuerpo entero. Es una primera aparición. Sus bucles marinos pertenecen a las tradiciones de los viajeros mediterráneos. La composición articulada de su rostro pertenece a la descomposición geométrica y analítica que Braque, vecino ocasional de Gargallo, no lejos del Park Montsouris, lleva hasta nuevos confines. El ojo y la boca pertenecen íntegra y exclusivamente a Gargallo: quizá sea él mismo ese hombre perseguido por la furia y la fe de una revelación que es su propia obra.
El Profeta de 1933 es una obra inconclusa. Gargallo no pudo realizar en bronce su proyecto. Conocemos el modelo en yeso original, pintado. Y el bronce que otros realizaron en Nueva York, en 1936. Quizá sea insuficiente. Pero no es poco. Estamos ante una obra majestuosa, que nos interpela desde su ausencia.
Gargallo fue un gran lector de Nietzsche. Y el modelo espiritual de sus profetas proviene de los grandes visionarios y moralistas, que sufren y se atormentan porque nosotros no siempre estamos a la altura del pueblo elegido, cuando ellos tan próximos parecen estar de Moisés, capaz de escuchar y dialogar con lo inmaterial a inaudible, que cobra forma a través de sus palabras.
En pie, el Profeta de 1933 nos invita a abandonar nuestra condición de sombras errantes, para ganar o recobrar una esbelta gallardía de la que tenemos noticia por el patrón de ese garrote cuya rectitud apolínea es un modelo purísimo. La mano que lo empuña y los pies de ese hombre que es algo más humano y hondo que un solo y desamparado hombre quizás sean los únicos rasgos expresamente “naturales”. Los pies se asientan en el suelo con una firmeza rotunda e inapelable. La mano izquierda agarra con sólida y fiera entereza confiada ese bastón de peregrino que también sirve, como dudarlo, para impartir justicia. La mano derecha, en alto, empuña una estaca de pastor u hombre de imperioso mando. Ese hombre sabe mandar y guiar a otros hombres. Tiene una fe. Conoce un camino. Y se sabe llamado a cumplir un destino.
Ese Profeta de 1933 es el hombre dispuesto a llegar a ser él mismo. Y su tierra prometida está en el espacio interior que él está descubriendo. Hacía muchos años que la figura humana había desaparecido del cuadro del artista moderno. Sin duda, había muchas tradiciones donde el fantasma y los contornos del hombre contemporáneo continuaban pasablemente intactos. Pero todo parecía sugerir el exilio final. Brancusi había descubierto el ritmo y variaciones de una geometría de la creación, esculpiendo el viento, que es una realidad aérea y material, que nuestros ojos solo ven con claridad a través de sus efectos y consecuencias, fecundas o devastadoras. Calder descubriría el misterio de juegos aéreos que quizá sean un doble de un juego cósmico. Henry Moore exploraba un espacio muy semejante: el vaciado de la figura humana crea misteriosas cavidades rebosantes de misterio carnal. Cada línea y cada forma dejan la huella intacta de un ser que somos nosotros y nosotros desconocíamos.
Reproducida, en serie, la figura humana pierde su aura y se convierte en cáscara vacía. Gargallo y Moore recogen esas biznas de nuez huecas y trabajan con el cuerpo ausente que somos nosotros mismos. La figura o el rostro desaparecen, para mejor preservar lo inmaterial que nos confiere forma y vida.
Con mucha y poderosa razón, Moore considera absurdo el enfrentamiento entre abstracción y figuración, porque, en definitiva, nos dice, la figura humana solo cobra su pleno y más hondo sentido en el marco de la creación. Árboles, piernas y muslos de mujer, piedras, tierra, agua, mar y espuma, cuerpos desnudos, forman parte de un mismo paisaje que solo se ilumina en la cámara oscura que conocemos a través de la palabra, la obra de arte o el abrazo amoroso, metáforas y humanas expresiones carnales del acto de crear.
Esa metáfora también es un acto de posesión y entrega. La materia se fecunda en la comunión de los cuerpos. Penetrar en los secretos de la materia comenzó siendo una acción temeraria: abrir la tierra para conocer y robar sus tesoros y minerales. Novalis compara a sus mineros de leyenda con los héroes subterráneos que arrostran mil y un peligros, sorteando los riesgos de maravillosas grutas para poder recibir los dones de la tierra y el cielo, entregados a un oficio muy semejante al del astrólogo.
Mientras el astrólogo contempla las estrellas, persiguiendo sus caminos y secretos geométricos y aritméticos, dice Novalis, el minero abre y escruta la tierra y su arquitectura interior. El minero y el herrero persiguen la misma y filosófica ambición alquímica de transformar la materia y los metales a través de las técnicas del fuego y el vaciado de la tierra. En una carta dirigida a Juan Eduardo Cirlot, el 31 de diciembre de 1960, Eduardo Chillida explica de modo muy semejante el origen fundacional de su obra: La primera obra no figurativa, o como se quiera llamar, la hice en junio-julio de 1951. En 1955 abro el hierro [es Chillida el que subraya], lo corto con objeto de abrirlo, y esto me permite penetrar en otro lugar, lugar de silencios, así se llama una escultura.
¿Donde penetra y se instala definitivamente la obra de Chillida, abriendo el hierro? El insiste en la evidencia: en un nuevo e inexplorado espacio interior. Del latín spatium, el DRA define espacio como el continente de todos los objetos sensibles que existen. Coromines, como Heidegger, destaca el derivado espaciar, poner espacio entre las cosas, y recuerda una acepción utilizada en Chile: nuestra vista se espaciaba por los cerros. Hay, pues, espacios materiales, por donde caminan nuestros pies, y espacios inmateriales, por donde camina el pensamiento o la imaginación. Ambos espacios tienen cabida y se iluminan mutuamente en el secreto de las distintas geometrías de la creación
Dejando al margen el problema de los espacios imaginarios, en sus reflexiones sobre arte y espacio, ilustradas por Chillida, precisamente, Heidegger llega a discernir tres tipos de espacio. El espacio al interior del cual la presencia plástica puede encontrarse con un objeto dado. El espacio que encierra los volúmenes de la figura. Y el espacio que persiste entre los distintos volúmenes. Quienes piensen que la obra de arte expresa una verdad profunda quizá pudieran aceptar que la exploración de cualquiera de esos espacios, materiales e inmateriales, pudiera ayudarnos a imaginar, instaurar y hacer realidad un puente entre lo visible que no siempre conocemos, creyendo contemplarlo, y lo invisible que bien pudiera estar en nosotros y formar parte de la arquitectura espiritual que Juan Ramón echa en falta en España.
Iniciado el vaciado de la tierra, la materia y la figura humana, Gaudí, Julio González, Gargallo y Chillida, entre otros, claro está, estaban descubriendo un continente desconocido e inexplorado de nosotros mismos. La música callada de los místicos y el espacio interior del escultor hablan del mismo proceso histórico y espiritual: el artista oficia de mensajero y ángel entre lo visible y lo invisible.
Claude Esteban cuenta en su monografía Chillida (1971) haber escuchado al artista explicar como una viga de madera abandonada, entre la hierba, en un camino de Navarra, el otoño de 1958, “parecía hablar” diciendo soy yo, al igual que los gnomos de Bécquer y Kipling. El escultor contemporáneo está a la escucha de las voces que le hablan, en silencio, a través de la materia. Jaume Plensa ha copiado en muchas de sus obras versos y fragmentos de William Blake y Dante. El artista oficia de mensajero entre las distintas voces que le hablan y le dicen cosas no siempre comprensibles. Susana Solano llamó Ángel Gabriel a una de sus esculturas.
Refiriéndose a Susana Solano, Francisco Calvo Serraller habla de una experiencia mística y una reivindicación espiritual del cuerpo. Mientras que Eugenio Trías descubre en la obra de la escultora la huella de una nueva espiritualidad. En una conversación informal, muy de pasada, por Paris, Jaume Plensa me comentaba que, para un agnóstico, como él, sería muy grosero hablar de Dios, prefiriendo buscar algo “abstracto” que no sabemos si está dentro, fuera, o en la puesta en escena de la obra de arte. Ese teatro de marionetas, esa linterna mágica, diría Walter Benjamin, habla del misterio del arte: nos dice algo que no entendemos y nos ilumina y nos ayuda a vivir y morir. Ese espacio interior es mucho más sólido y duradero que la máscara de las figuras y las cosas que somos y nos rodean, puesto que es tan vasto como la imaginación y su llama continúa escondida y encendida, iluminándonos, ofreciéndonos amparo y cobijo, mucho después de extintas las luces que lo vieron nacer.
La llama y la luz de ese espacio interior llega a nosotros cuando la tierra, el barro, la materia, son tocadas con gracia. La figura humana nace inmaculada y virginal de algunos bronces de Carmen Laffón, como Relieve I, tocada con el temblor que nosotros sentimos al contemplar la aparición de nuestro rostro al final de la manipulación química, cuando el negativo fotográfico termina reproduciendo nuestros contornos materiales: del silencio oscuro de la materia y la película surge la aparición espectral de nuestra figura, el daguerrotipo que reproduce nuestra fisonomía, sin poseerla, intacta.
Ese mismo bronce de Carmen Laffón puede recordar algunas estelas y relieves funerarios griegos: la figura de una persona amada se recorta delicadamente, y una mano anónima desvela en el mármol los purísimos rasgos de la persona para siempre ausente, que el artista reconoce, a ciegas, porque son una huella de amor, ausencia y dolor. Las obras realizadas por Chillida, en algunos momentos de los años noventa del siglo XX, comparten algunos de los rasgos de ese diálogo eternamente inconcluso entre los vivos y los muertos: son tierra tatuada con misteriosas huellas, tierra marcada con signos que son mensajes del paso del tiempo y señales de nuestro caminar en busca de otros hombres y de nosotros mismos.
Carmen Laffón ha pintado de blanco algunos de esos relieves en bronce de figuras y personas que vienen del espacio inmaterial de la memoria, para cobrar nueva vida material a través de la obra de arte. Son apariciones de seres humanos. Cuya alma y espíritu continúan hablándonos, en silencio, a través del garbo y la gracia de su figura, iluminadas con la devoción del recuerdo.
Las esculturas en tierra de Chillida de los años noventa son enigmáticas figuras geológicas, esculpidas por la lluvia y el viento, tocadas con la gracia del hombre persiguiendo y dejando la huella de su mano y su mirada. La mano traza signos anteriores a las palabras. Jeroglíficos y alegorías geométricas. A través de esos signos, el hombre razona y explica su puesto en el marco de la creación.
Muchas de esas esculturas en tierra están cortadas con inmensa delicadeza. Chillida prosigue siempre su indagación primordial: abrir la materia para intentar explorar un espacio interior del que también nos hablan la física y la mecánica ondulatorias. Solo transitando y revelando ese espacio invisible para nuestros ojos podremos conocerlo y conocernos, para mejor explicarnos el dolor que suscita nuestra incertidumbre.
Desde tiempo inmemorial, el hombre ha intentado responder provisionalmente a esas preguntas, escrutando el cosmos, intentando establecer oscuras relaciones entre la geometría del cielo y las estrellas y la geografía terrenal donde él camina en busca de un destino. Cuando Chillida buscaba una montaña donde poder realizar su obra magna descubrió que Tindaya, en Fuerteventura, ya fue, mucho tiempo atrás, una montaña sagrada, quizá un templo, sin duda un observatorio astrológico y meteorológico, con grabados podomorfos, huellas humanas, donde los aborígenes majoreros se comunicaban con sus espíritus.
Quizá no sea un completo azar que nuestra escultura contemporánea comience y concluya, en el siglo XX, con la exploración interior del vaciado estético de una montaña. Gaudí se sirve de las grutas descubiertas en la Montaña Pelada donde él construyó su Park Güell para establecer una nueva relación material y espiritual entre el espacio interior de la tierra y el espacio interior de la persona humana, comunicándose a través de la palabra y la imaginación. Los genios del lugar son una especie invisible y profundamente material: la ética comienza por manifestarse con un respeto religioso por la tumba y el solar de los antepasados, la defensa de la casa y la morada íntima, construidas con el apego sacro y carnal a una lengua y una forma de ser y estar en la tierra.
Chillida concibe en Tindaya algo muy semejante: construir en la montaña una gran oquedad que permita construir un espacio interior, penetrando la tierra respetuosa y amorosamente, para extraer la roca, la traquita, en este caso, una piedra tan preciosa como el mármol de Carrara. La luz del sol y la luna iluminarán litúrgicamente ese espacio interior y terrenal, desde donde podrán contemplarse el mar y las estrellas. Consumada la revelación material de un espacio interior que el hombre construye con sus manos y su esfuerzo, acompañado de otros hombres, empeñados todos en la comunión de un proyecto común, Chillida nos propone ahondar nuestra relación material y espiritual con el resto de la creación. Se trata, en definitiva, de una obra que tiene por destinataria a la humanidad entera. En la literatura clásica, esos proyectos pertenecían parcialmente a un género de fronteras mal establecidas: la cosmogonía. Y, como es bien sabido, se trata de poemas que intentan explicar el funcionamiento de la creación, la marcha de las estrellas, y el universo, ofreciendo al hombre una ética y una estética.
Empédocles y Lucrecio nos ayudan a comprender a Chillida. Es en la tierra, nuestra única tierra, donde podemos buscar y encontrar nuestra frágil salud moral. Que solo está en nosotros. Y en la piedad con que sepamos cultivar la tierra, que solo podrá salvarse si nuestra razón e imaginación crean el espacio de su redención.
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- Julio González y el ángel de la historia.
- Julio González y la materialidad de las cosas del espíritu.
- Arte en este Infierno.
j o s e p says
Magnífico artículo!
Quiero, pero, hacer un inciso. Las barandillas de la Pedrera (lo cita en el artículo del 2006) o el banco del Park Güell son obra de Jujol, el colaborador de Gaudí, y también autor de toda una serie de proyectos extraordinarios situados básicamente en Sant Joan Despí (fue arquitecto municipal), y por todo el Camp de Tarragona.
Gaudí siempre se rodeó de excelentes colaboradores (todos de la zona del Camp de Tarragona), y fue con Jujol, a pesar de los 27 años que se llevaban, con quién llevó su colaboración a la máxima expresión.
Famosa es su restauración de la catedral de Palma, de dónde fueron expulsados por sus intervenciones poco ortodoxas. O la fachada de la casa Batlló, o las barandillas de la Pedrera.
Reivindico a Jujol porqué su obra es extraordinaria y singular. Se avanzó a muchas corrientes artísticas de principios de siglo (la torre de la masia de els Pallaresos es un compendio artístico avant la lettre), y consiguió construir un mundo con voz propia.
No quiero quitar ningún mérito al arquitecto de Riudoms, quiero rescatar de un oblido pernicioso al arquitecto de Tarragona que supo crear un mundo extraordinario. El de Riudoms y el de Tarragona formaron la mejor pareja arquitectónica que haya existido jamás.
Fina says
Josep,
Que tarde se me hizo leyendo
este magnífico artículo y los comentarios que lo acompañan…
Es como ir descubriendo tesoros…
Gracias!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!
JP Quiñonero says
Josep,
Todo lo que dices es justo y de imprescindible recuerdo, claro está. Por mi parte, te agradezco un montón los matices, la explicación y tus razones, que son buenas, oportunas e imprescindibles, insisto,
Q.-
j o s e p says
Jujol y Gaudí fueron expulsados de las obras de restauración de la Catedral de Palma. Las pinturas de Jujol por encima de la silleria fueron una de las muchas gotas que colmaron el vaso. Cuando Miquel Barceló ha intervenido en ella, ha querido reivindicar el trabajo inacabado del duo terrible.
Otra anécdota para ver el espíritu libre de Jujol (quién después de la Guerra Civil restauró muchas iglesias de la zona de Tarragona) fue cuando la señora Milà prohibió que se «doblaran» más hierros de la fachada de la Pedrera (cuando se murió el señor Milà, la señora mandó arrasar los mil metros del principal diseñado por Gaudí y Jujol, para redecorarlo al estilo Luís XIV). Jujol no se ablandó, y por la noche iba con sus tenazas a terminar su obra.
JP Quiñonero says
Josep,
Qué de maravillas, precisiones, matices y verdades de imprescindible recuerdo, que taaanto se agradece, oye,
Q.-