MV,Halle Freyssinet, 28 mayo 2011. Foto JPQ.
Xavier Valls ya tenía un puesto importante en la historia de la pintura española, mucho antes que su hijo decidiese ser candidato a la presidencia de la República francesa.
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Manuel Valls, por su parte, lleva muchos años denunciando los arcaismos socialistas: su campaña en curso pasa bien entre socialdemócratas, centristas y conservadores moderados; pero pasa muy mal a la izquierda de su propio partido.
Por mi parte, consagré a la obra de su padre un capítulo en mi libro sobre Ramón Gaya.
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La zarza y los frutos de Xavier Valls
La mirada del pintor posee, pues, la misteriosa facultad de iluminar y crear nuevos mundos, que cambian la realidad y nos cambian a nosotros mismos.
A través de su contemplación de lo real, la pintura nos devuelve su propia imagen y visión, que viene a modificar nuestra perspectiva, descubriéndonos algo distinto y nuevo, que nos inquieta, nos interpela, o nos maravilla.
Entre todas las tradiciones pictóricas, la más honda, insondable y pura quizá sea aquella en la que la creación es el fruto inmaterial de la luz, y la luz es fuente y origen de todas las metamorfosis de lo creado.
En nuestra civilización, la luz se confunde con la creación y el espíritu desde el Génesis y Moisés. La luz funda la palabra y el diálogo, entre los hombres, lo invisible y las figuras inmateriales de su atormentada conciencia. Culminando las tradiciones persas y griegas, la tríada Verbo (Logos) – Luz – Vida, permite al hombre explorar los secretos de la creación a través de su propia luz interior.Y un ciego, como Milton, busca y encuentra en esa luz interior el fundamento último para la proclamación y construcción de un nuevo mundo:
… celestial light
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… I may see and tell
Of things invisible to mortal sight.
… oh, luz celeste… que yo pueda ver y contar esas cosas invisibles a la mortal mirada (Paradise Lost, III, 51-55). Ese paraíso perdido, que da título a algunas obras de Luis Marsans, amigo de Xavier Valls, para quien la luz celeste tiene una importancia tan capital, también es, y quizá solo sea, un paraíso, un jardín interior, donde algunos hombres traman su refutación mesiánica del tiempo y la historia.
En tiempos de crisis, incertidumbre y persecución, el Apocalipsis de Juan, o uno de sus discípulos, en Patmos, proclama el advenimiento del hombre luz, tan semejante al hombre celeste del sufismo iraní, capaz de salvarse, y salvarnos, tocándonos y vistiéndonos con la luz de su mirada. A través de Filón, Plotino, y los infinitos caminos de las corrientes neoplatónicas islámicas, judías y cristianas, indisociables, en muchos casos, esa concepción celeste de la luz y la mirada desemboca en Dante y los tratadistas y pintores italianos del Quattrocento, para tomar su forma más sublime en la Anunciación de Fray Angélico del dormitorio norte del convento florentino de San Marco.
Entre los modernos, Luisa (Díptico, 1979, óleo/lienzo, de 116 por 178 cm.), de Xavier Valls, aborda y prolonga con olímpica maestria algunos de los misterios presentes en la obra del pintor Angélico, cuya Anunciación es indisociable de su iluminación natural y su puesto, particularísimo, en la topografía interior del convento de una comunidad religiosa en busca de una purificación que desembocó en el mesianismo profético.
La luminosidad auroral que todo lo ilumina, en ambos casos, viene del fulgor matinal que entra por la izquierda de las figuras y la representación. A la derecha, la penumbra que conduce a otros aposentos, a través de una puerta, o el oscuro pasillo donde limita la Anunciación, resaltan el blancor inmaculado de la luz que llega proclamando o anunciando algo, un nacimiento, o un nuevo día.
El rosáceo o rosa de Alejandría del mantel de la mesa y el vestido de Luisangela Galfetti pertenece a la misma familia que el rosa del fresco de Fray Angélico, cuyo ángel Gabriel llega con la luz, como la esposa de Valls, que se ha detenido ante el altar de su mesa, donde reposan el plato y la copa de vidrio de una comunión íntima y doméstica. La Maria de Fray Angélico es una mujer simple que recibe la noticia de su futuro alumbramiento descubriendo y aceptando el misterio de vivir en eterna cuarentena y sacrificio. La Luisa de Valls es ella misma portadora de luz, pero su figura se recorta en la escena con límpida determinación. El Gabriel de Fray Angélico es una figura del espíritu, cuya alada condición pertenece al género de las variaciones del arco iris. La Luisa de Valls es una figura terrenal, elevándose y elevándonos hasta le epifanía de la creación.
Según una leyenda griega, Hermes tuvo la visión de una Forma de luz que le revelaba el conocimiento. Recordando esa parábola, un místico sufí persa responde, como un eco: “Lo buscado es la luz; y el que busca es una parcela de esa luz.”
El camino se hace al andar de don Antonio. Valls pinta la epifanía de un mundo nuevo. Pero ese mundo comienza en su casa, en el sacrificio compartido con las personas que ama, celebrando la comunión más íntima con las cosas más simples y humildes, un vaso, una jarra con agua, o una canasta con frutas, que la luz del día toca y viste con la gracia de todas las cosas creadas.
La luz de Valls no es el la luz del primer día. Es una luz en cuyo alumbramiento se han sucedido muchas generaciones de artesanos anónimos. La mesa de La table au comptoir (1975, óleo/tela, de 130 por 97 cm.) posee la límpida gracia del trabajo bien hecho. Ese compotier tocado con manzanas es la culminación más fina de muchos siglos del más exquisito refinamiento. Hay una luz diurna que ilumina la escena, pero quizá sea mucho más misterioso su reflejo, en el azuloso muro que, como un cielo mediterráneo, desprende un albo fulgor.
La luz del día toca el blanco del compotier y el verde de las manzanas con el brillo transparente de las ofrendas solares. Sus sombras se recortan en la límpida claridad del reflejo, para mejor perfilar los volúmenes y las figuras. La luz desvela la geometría áurea de las cosas creadas por la mano del hombre y las cosas que son el fruto de las metamorfosis de la creación, en íntima correspondencia y armonía.
El Verre à pied, paraguayos y reines-claudes (1991, acuarela, de 53 por 38 cm.) ilustra e ilumina esa misma ofrenda original. Las frutas poseen una forma original y virginal. Esa copa de vidrio posee una línea muy sofisticada y purísima. El blanco inmaculado resplandece de olímpica manera, porque la figura creada por una mano curtida en la artesanía más delicada participa e ilumina, a su vez, la grácil presencia de esas frutas de un jardín de las Hespérides bien conocido, próximo, inmediato y jubiloso. No hay nostalgia de ningún lejano huerto soñado. Se proclama del gozo y el clamor de los frutos más sabrosos.
En el caso de Valls, esa serenidad inmaculada viene de la magna tradición pictórica noucentiste, de La ben plantada de Eugeni d’Ors, de La muntanya dels amatistes de Guerau de Liost, de Els fruits saborosos de Josep Carner, cuyos versos pudieran describir muchas escenas y paisajes pintados por Valls, más de medio siglo más tarde:
En branca aventurada
de cara a l’orient,
el fruit mira l’albada.
O:
Del seny secret que en cada gra s’estotja
d’ara endavant ja no viuràs dejú:
no em partiràs amb altra boca roja
i serà tot mon esperit en tu.
Los genios de la tierra y los espíritus de las cosas ofrecen una morada a la insomne conciencia de los mortales, en la geografía celeste de la creación. Los frutos de la tierra miran hacia el alba que los ilumina. El racimo y los granos de la uva multiplican y transmiten el espíritu entre los hombres de buena voluntad que comulgan en los mismos principios y valores.
En la gran tradición noucentiste, la glorificación de la tierra, y sus frutos, eran un acto de comunión creadora. Se estaba contribuyendo a construir algo nuevo, con los materiales y misterios de una fe cívica y espiritual. En el exilio, no sé si siempre voluntario, durante toda su vida, Valls construye su obra en circunstancias mucho más duras, heroicas y solitarias. La depuración celeste de su estilo también habla de una consagración infatigable y monacal a un oficio amenazado de muerte por las furias del tiempo. Con serena majestad, Valls sigue su solitario camino, en busca de una luz que es solo suya y su obra busca y encuentra, para nuestro gozo maravillado.
Hay mucho dolor y sufrimiento, callados, ocultos, invisibles, en el heroísmo olímpico con que Valls se recluye del mundo, sus tentaciones, sus monstruos, sus sirenas, sus alucinaciones, sus abismos, para consagrarse a la titánica tarea de iluminar y revelarnos un sillón tapizado de azul, un plato de mandarinas, una granada y una maceta de brezo, peras y manzanas sobre un mantel rosa, un tarro con pequeños crisantemos, una cadena de olivos en la falda de una montaña catalana, una canasta de limones, un plato de higos, un paisaje de Horta, una cadena de montañas a la caída del día, una silla de anea, una maceta de culantrillo, la costa de Mallorca…
Una planta tan modesta como el culantrillo, Le capillaire (1973, óleo/tela, de 92 por 73 cm.), en una maceta de barro, sobre una mesa cubierta con un mantel de inmaculado paño blanco, posee la prestancia altiva y graciosa del misterio botánico más jubiloso, fragante y hondo. Y la primorosa calidad de ese mantel que se confunde con el albo blancor de la luz indirecta realza de manera majestuosa las hojuelas redondeadas de una hierba que no solo tiene virtudes medicinales: Valls oficia su consagración y resurrección en el altar del hombre capaz de comulgar con la gracia de todas las cosas creadas, para liberarlas de la tiranía y la esclavitud del tiempo y las naderías que pretenden esclavizarlas.
El paisaje de esa resurrección bien pudiera ser, entre otros, La Côte à Majorque (1986, óleo/tela, de 73 por 92 cm.). La claror calina del día deslíe con su bruma transparente y cristalina el desvaído azul celeste del cielo. El resplandor azuloso del mar, en calma, limita con un horizonte de antiguas montañas tocada por el brillo áureo de la luz en el zenit de su plenitud más alta.
Esa luz arde inaccesible, y cíclica, desde tiempo inmemorial, en ese paisaje mediterráneo, que también es el paisaje interior de un hombre, Xavier Valls, escuchando la voz que guía su mano trémula ante la zarza, o los frutos, donde él escucha la sinfonía inconclusa de la creación.
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Familia Valls,1985. Foto Tony Catany.
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Retrato de Manuel Valls, por XV. Años 70 siglo XX.
Lavillarosa,XV,1966. Óleo / lienzo, 92 x 73 cm.
NORA says
Beau texte et decouverte d’un peintre subtil, palette lumineuse et si sensible, émotion délicate.
J’aime et pardon de ne pas écrire en langue espagnole que je comprends mais écris et parle très mal.
JP Quiñonero says
Nora,
Mais oui… Xavier Valls (père de Manuel) c’est un très grand peintre, mal connu en France.
Avanti..!!!
Q.-