Caldetes, 30 octubre 2004.
Félix…
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Fue ¿un hermano mayor? ¿un “padre”, como Rafael, José Alberto, Pablo, Baltasar?
Cierro los ojos y entono una plegaria, a mi manera. “Érase una vez…”.
HIJOS DE LA IRA
Creo que la palabra estadística y la noción de contabilidad, aplicadas a los seres humanos, para denunciar, con amargura, la erosión y destrucción desalmada de los antiguos atributos de la humana condición, se instalan, ya para siempre, en la historia de nuestra lengua y cultura, entre el mes de agosto de 1932 (fecha, muy precisa, de la redacción del poema Los insectos, en el Chamartín de la Rosa del cardo corredor, de la lata vieja y el perro muerto) y 1944, fecha de la publicación de Hijos de la ira. habría que esperar hasta 1968, para que, en algunos poemas del libro Blanco Spirituals, de Félix Grande, volviera a utilizarse el mismo recurso estilístico (la estadística y contabilidad de cadáveres, dejando espantosa huella del expolio y la devastación de todos los atributos del hombre), ampliando las fronteras geográficas de esa atroz perspectiva (que va, desde Madrid, hasta el cielo desde donde los hombres son fumigados con napalm), para comenzar a comprender que los insectos mecánicos de Dámaso Alonso son contemporáneos de Kafka.
En verdad, sin forzar mucho las tintas y las fechas, Dámaso pudo cruzarse con Scholem en Leipzig (y ese encuentro urdido por mi imaginación hubiera podido modificar muchas cosas de la historia de nuestra desventurada desertización espiritual), y pudo leer a Kafka en Leipzig, o en Berlín. El texto quizá más involuntariamente kafkiano de Dámaso (su Carta a la Señora de H., explicando el origen de sus Insectos) deja pocas dudas a ese respecto: el joven lector de español en las universidades alemanas podía compartir con los hermanos Jünger, Ernst y Friedrich Georg, un cierto diletantismo entomológico, que, en Los acantilados de mármol, debería desembocar en una profecía del Terror concentracionario, azuzado por bestias carniceras, y en los Insectos culmina, pocos años antes, con la profecía de los insectos mecánicos que devoran y roen el mundo y el alma de los hombres. Dámaso pudo conocer en Leipzig o Berlín las primeras semillas de lo que, andando el tiempo, los hermanos Jünger (Ernst, en particular) y Heidegger transformarían en una profecía sobre la condición saturnal y desalmada de la técnica, colonizando el planeta, desterrando y condenando al exilio todas las formas de lo divino, lo sagrado y la antigua vida del espíritu. Esa inconclusa batalla saturnal (que el Jünger de la madurez cree tan antigua como el poema de Hesiodo), enfrentando a los Titanes de la Técnica y los Inmortales que alimentan las cosas del espíritu y el alma, está muy presente en algunos poemas de Dámaso, como La Isla, donde los abismales espantos, los tenebrosos valles submarinos, los titanes con su esfuerzo horrible, los ciclópeos rompeolas, pertenecen al mundo sombrío donde los insectos mecánicos persiguen a los últimos hombres, en cuarentena. Tú, el último de los seres, llega a escribir Dámaso Alonso, dirigiéndose a sí mismo, antes de buscar refugio en su Dios, a la espera de ganar la inmortalidad a través de la muerte. Heidegger creía que solo podría salvarnos del infierno de la Técnica un dios que él buscaba en los aledaños del Archipiélago (el archipiélago griego y el poema de Hölderlin, traducido por Luis Diez del Corral en 1942, cuando Dámaso trabajaba en su libro y muchos otros jóvenes buscaban un madero al que agarrarse, perdidos en el océano huracanado donde se hundía nuestra civilización). Los Jünger creían que la gran tarea del hombre de los próximos siglos seria la repoblación espiritual del mundo. Esa es, justamente, la experiencia de Dámaso en poemas como Antes de la gran invención, o Venganza de la ciega materia, que Alfonso Canales, en Claraboya, fue el primero en relacionar con la gran mística renana (de la que eran deudores los Jünger y Heidegger) y de Ángelus Silesius, en particular. Crítico emérito, el mismo Dámaso añadía otros materiales a ese edificio y arquitectura inmaterial, comenzando por Pico della Mirándola y recordándonos, como el que no quiere la cosa, los muy distintos caminos (italianos y españoles, para empezar) que tomó el neoplatonismo alejandrino en su inmensa tarea de siembra de todas las artes y las letras donde se funda nuestra civilización. De ahí, y perdón por la inmodestia, en un penúltimo prurito personal, el haberme atrevido a imaginar un encuentro entre Scholem y Dámaso, en Leipzig, esperando recibir los frutos de ese diálogo, entre el comentarista sin par del Cántico espiritual (donde se cruzan todos los neoplatonismos cristianos, judíos y musulmanes que pasan por lo que algún día pudiera llegar a ser España, veremos) y el patriarca que rescata para siempre la mística judía, que tanto debe a las escuelas neoplatónicas y, en particular, a la figura de Moisés de León, que escribió en hebreo y en un arameo macarrónico y tan mal querido fue, quizá por eso mismo, en su patria castellana, ausente, durante siglos, de nuestros manuales de historia de las ideas religiosas, la filosofía y las literaturas. Entre jóvenes bibliófilos y eruditos, Scholem y Dámaso hubieran podido entenderse, me digo, y su inexistente correspondencia (como las cartas cruzadas por Scholem y Walter Benjamin, elucidando puntos cruciales de la obra de Kafka), nos hubiera sido indispensable, justamente, para poder conocer el origen último de esos insectos mecánicos que han perdido la extrañeza de una primera metamorfosis (la del hombre descubriendo, una buena mañana, que se ha convertido en una cucaracha, en el célebre relato de Kafka), para transformarse, andando el tiempo, en insectos que roen y devoran el cuerpo y el alma de otros hombres, que la estadística contabiliza, convertidos en números sin nombre ni rostro, meros asientos anónimos en los libros de alzas y bajas de un campo de concentración.
Por las mismas fechas (y casi me atrevería a decir casi el mismo año) que Dámaso Alonso nos advertía que Madrid se había convertido en una ciudad de un millón de cadáveres, (según las últimas estadísticas), otro joven escritor francoespañol, que ganaría mucha fama escribiendo en francés, se instalaba en las oficinas del servicio oficial de estadísticas y contabilidad de Buchenwald (la Arbeitstatistik), para llevar los libros de las alzas y bajas de seres humanos, seleccionados en el mismo servicio contable para ir o no ir a los campos de trabajo de los que no se regresaba vivo, o para ser puestos, con la violencia de una decisión arbitraria y mecánica, que valía por una pena de muerte, en la fila que conducía a la cámara de gas, según criterios mal estudiados, de los que no estaba ausente el clientelismo político más interesado, obedeciendo consignas que, en otros casos, quitaban la vida a un hombre quitándole la comida, culpable, la víctima (a quien se robaba incluso el nombre y la identidad, para rescribir la historia a gusto de los comisarios y gestores de las alzas y bajas de víctimas privadas de rostro), culpable, aquel hombre, y culpables, todas las víctimas, de no compartir las ideas y complicidad de los kapos designados por los nazis para poner orden y administrar los campos de la muerte. Que el primer trabajo de un futuro ministro de cultura de un gobierno español fuese la teneduría de los libros de alzas y bajas, en el servicio de estadística de un campo de concentración nazi (suprimiendo, a través de la contabilidad, los últimos flecos de humana condición, convertidos los hombres en materia para gasear y producir cenizas industriales), no deja de dar a los recursos estilísticos de Dámaso y Félix Grande, veintitantos años más tarde, su condición profética y visionaria más honda y espantosa. Entre las alzas y bajas de cadáveres contabilizadas en las oficinas de los servicios de la Arbeitstatistik, donde encontró trabajo el joven escritor desmemoriado, en ese punto sensible, durante más de medio siglo (a pesar de haber escrito su extensa obra rememorando muy minuciosamente todos los detalles que ocultaban y mistificaban ese trabajo, inolvidable), y el millón de cadáveres madrileños, descubiertos por Dámaso Alonso, hay, sin embargo, una diferencia de naturaleza. Los cadáveres convertidos en cenizas, sin nombre, todavía debían sufrir muchas profanaciones (comenzando por la del silencio y la mentira con que su rostro seria tachado de la memoria de los seres vivos, con una identidad propia, ajena al anonimato impuesto por las técnicas contables manipuladas por los comisarios y ejecutores de distinta obediencia), mientras que los cadáveres ambulantes que deambulaban por Madrid, hacia 1944, o los que llegaríamos, mucho más tarde, hacia 1967 o 1968, éramos muertos vivientes, que intentábamos llegar a vivir, salir adelante, dando mordiscos, suplicando, forcejeando, luchando, resistiéndonos a ser enterrados vivos, perseguidos, con frecuencia, por las sombras de un bosque de muertos y espectros, agarrándose al cuello de los vivos, amenazados de por vida. En casa de Félix Grande, por ejemplo, podíamos coincidir personajes de muy distinta procedencia, luchando, cada cual a nuestra manera, contra la alargada sombra de algún muerto. Félix, como olvidarlo, seria el primero en luchar hasta restablecer la verdad sobre el fantasma de la muerte de Federico García Lorca, que perseguía, como una maldición, a Luis Rosales, que había sido su amigo. Con el tiempo, al fin, la luz se hizo. Pero solo Luis y Félix sabían, por entonces, hasta que punto esa tarea de lucha carnal y espiritual contra el espectro de un cadáver, manipulando el fantasma de la muerte, persiguiendo y amenazando a los vivos, era una angustiosa brega diaria. Porque había que vivir. Pero los sepultureros a sueldo, los traficantes de cadáveres, los perros de presa de la muerte, y sus amos, quienes los alimentaban, a diario, se paseaban por las calles, disfrazados con trajes y caretas de hombres de bien, en muchos casos, propiciando los crímenes más odiosos, con frecuencia, porque invisibles. Y cito a Félix, y su casa, en la calle Alenza, porque él y Paquita (Francisca Aguirre) la abrían con tanto amor y alegria, de par en par, que por allí pasaba mucha gente que iba y venia; y siempre había mesa puesta, un café, o un vaso de vino, con los que pelar la hebra con historias de Cuba, de Buenos Aires, de Tomelloso, del Ateneo, de América, de cabras, de albañiles, de cantaores flamencos, de montoneros, de poetas, de música, de Kafka, incluso de graves polémicas sobre el futuro mismo de la literatura; sin que los demonios de cada cual consiguieran envenenar a nadie, porque Félix y Paquita oficiaban con tanta gracia, acompañados de dos ángeles de la guarda (la tía Nina, horrorizada, por momentos, pero, en definitiva, fiel y encantada con perderse entre aquella jubilosa algarabía; y una niña, Lupe, que, con los años, se convertiría en la poetisa Guadalupe Grande), que allí encontrábamos muchos prófugos una tierra de refugio, amarre y resistencia contra la marea negra de los muertos que rondaba por todas partes. Félix había ganado un premio, en La Habana; pero ese premio solo le sirvió para ser más exigente con su propia y muy alta concepción del oficio de escribir, sensible a los argumentos de las distintas capillas que intentaban llevarse el gato al agua bendecida por sus muy distintos comisarios (por entonces, había poetas que eran oficiales de ejército, incluso poetas reconocidos como tales porque redactaban panfletos, consignas, incluso reclamas publicitarias, pagadas por no siempre beneméritas instituciones filantrópicas), pero preservando su libertad y sus preferencias, intentando salvar el grano de las palabras bellas e inmaculadas del polvo que aventaban inquietantes nubes tóxicas, pasadas, presentes y venideras. Cierta noche de invierno, a una hora muy prudencial (puesto que todavía estaba en pie una niña de seis o siete años), entre las acaloradas reflexiones de Eduardo Tijeras sobre el Oficio de vivir, de Pavese, el ring-ring de la puerta de la casa sorprendió a los contertulios por su carácter inesperado. Un brevísimo silencio permitió escuchar la carrera de Lupe, que abrió la puerta acristalada de la estancia donde sus padres recibían a sus amigos, para comunicar la noticia, escueta: Papá, un pobre pregunta por ti. Ese pobre que llamaba a la puerta de la casa de Félix y Paquita era el pintor Antonio López.
Félix, Eladio Cabañero y Antonio López eran muy amigos desde la adolescencia, en Tomelloso, y los tres habían guardado una querencia fuerte por la franqueza de los jóvenes acostumbrados a hablar en voz alta por las calles del pueblo, con unos modales abiertos y una indumentaria apenas modesta, que una niña como Lupe, educada sin opulencia, podía confundir con la pobreza; quizá porque los tiempos estaban cambiando, y la gente joven que frecuentaba por aquella casa, como Camarón, o Paco de Lucia, que preparaba su primer concierto, en el Teatro Real, ya vestían de muy otra manera, menos provinciana, a juicio de una niña, más acorde con la moda de la época. Paco y Camarón aparecían juntos, muy púdicos, y el dúo Félix-Paquita era feliz oficiando de risueña comadrona, para arrancarles algunas palabras entrecortadas, que nunca sonaban a la altura de su arte, que estaba naciéndose (verbo, el de nacerse, que le tomo prestado a Luis Rosales, cuya sombra tutelar iba y venia sin cesar por aquella casa, que siempre estaba encendida, como la suya, en la calle Altamirano, hasta donde nos dejábamos caer, en ocasiones, una parte de los mismos contertulios, los happy few que pertenecíamos a un círculo íntimo y muy reducido), sin mucho esfuerzo; o con un tipo de esfuerzo muy distinto al de las horas de trabajo contabilizadas en una oficina. Esfuerzo que quizá fuese una sorda e insobornable resistencia contra otras formas más convencionales de trabajo contabilizado y con horarios, de las que yo había conseguido liberarme (con el pretexto hábil de que un reportero debe patear la calle, lejos del tiempo muerto en una redacción), y a las que Félix hacia gala consagrar un par de horas cortas al día, dejándose caer por Cuadernos después de las doce, para atender, con prioridad, su voluminosa correspondencia personal, tras una larga noche de insomnio, lecturas y escritura. Quien escuche o recuerde los primeros discos de Paco de Lucía y Camarón quizá no pueda responder con facilidad, si se pregunta de donde sale esa maestría olímpica, serena y atormentada, a un tiempo. Hay, como dudarlo, mucho trabajo, muchas horas de trabajo, callado y solitario, las más de las veces, detrás de esa facilidad aérea y torrencial con la que Camarón y Paco de Lucía se instalaron, sin esfuerzo, diría, insisto, en el sitio que era el suyo, haciéndose, sin dolor aparente, callando, con un gesto, el dolor inmenso de donde ellos venían y tapaban con su arte (como el algodón hidrófilo -y la metáfora pudiera ser de Félix- con que se tapa una herida que duele y no se cura, quizá porque esa herida no puede curarse, nunca). Y aquella tarea de nacerse, en la que, quizá, me digo, también estábamos empeñados casi todos los reunidos en torno a la misma mesa camilla, la habíamos comenzado huyendo, rechazando, resistiendo a un orden de cosas que ya tenia listo nuestro ataúd cuando llegamos al mundo, vestiditos para recibir la papeleta, el número, con nuestro lote de desdichas, esperándonos, en cuanto llegásemos, con nuestras maletas de cartón, a la ciudad donde ya había mucho más de un millón de muertos, perdidos, todos, cada cual en su rincón, o haciendo cola para recoger su féretro, ante una boca de metro.
Eladio se bajó del andamio, se lavó las manos en una fuente, se puso una camisa y un traje limpio, y cogió lápiz y papel, poniéndose a escribir a la luz de un quinqué que acabaría dejándolo ciego. Félix no estaba hecho para la vida de pueblo, y cogió la puerta y la maleta con la misma limpieza. Eladio decía que la familia de Paquita había conquistado a Félix dándole de comer, a cuerpo de rey, descubriéndole los misterios de los maravillosos platos cocinados con gusto, que quizá sea la forma más clásica de iniciarse a los gozos y misterios de la carne y el espíritu. El narrador de la Recherche prefería las tartas y pasteles cocinados por Françoise a los sandwichs de chester de las amigas de su banda, en Balbec, porque esa comida de bocadillos de queso tenia un sabor anónimo y frío, inodoro, insípido, industrial, en suma, alimento para insectos mecánicos, en cierta medida; mientras que cada tarta, cada pastel, cada petite madeleine, traía consigo la brizna de un perfume que, cerrando los ojos, permitía reconstruir el glorioso camino que conducía, indistintamente, hacia la casa de Swann o la residencia veraniega de los Guermantes. El Balbec de Eladio Cabañero, Antonio López y Félix Grande quizá era Tomelloso. Poco importa. En el caso de Camarón y Paco de Lucía (como en el mío, aunque de otra manera, muy distinta, y, sin embargo, tan semejante, en el errar familiar de pueblo en pueblo, sin encontrar nunca asiento ni morada estable) no me resulta fácil nombrar un sitio, un lugar fijo, quieto, inmóvil, enraizado en alguna tierra, donde el artista cachorro comienza a degustar, con un placer infinito (porque siempre insatisfecho, siendo la primera fuente de gozo y contento, para toda una vida), los primeros manjares con los que deberá educar su sensibilidad, una rebanada de pan con aceite, un vaso de vino, una fuente de dulces donde se cruzan la untuosidad de los hojaldres, la sensualidad de la miel, las delicias de las frutas confitadas y ya listas para la comunión donde el niño descubre la metamorfosis de la carne y los frutos de la tierra en una materia invisible y espiritual. Con el tiempo, esas frutas en almíbar, aquellas fuentes de alfajores, el delicadísimo ruido con el que se rasga el papel de seda donde estaba envuelto un polvorón, o una yema, dan el tono de voz y anuncian el preludio de algo que no es exactamente una sonata, ni una sinfonía, ni mucho menos, si no las primeras notas de una composición cuyo sentido mismo se nos escapa, porque aquellos lejanos instantes de felicidad nos recuerdan la horas de un nacimiento, el nuestro, que no ha cesado, que continúa inconcluso, como nuestra educación, que nos obliga a hacernos cada día, con el mismo dolor y alegría del primer día. Brega en la que estamos solos. Cada día más solos. Porque ya son incontables los muertos que hay en la ciudad donde Dámaso llegó a contabilizar un millón de cadáveres. Han progresado mucho los servicios, las ciencias y las malas artes de la Arbeitstatistik. Las máquinas y los insectos mecánicos reinan en las ciudades, y se han colado hasta en las alcobas donde los amantes copulan sin placer, contemplando en un espejo las imágenes mudas de la cámara que los filma para vender sus imágenes. En ocasiones, como ayer, suena el teléfono, que te despierta, más allá de medianoche, cuando soñabas que mañana seria otro día; y es una voz de hombre, o de mujer, que no consigue dormir, tampoco, y pide socorro, diciendo trivialidades y convencionales palabras, esta noche que parece que no tiene fin, repitiendo, sin mucha fe, pero con alguna esperanza, quizá, las mismas palabras de ayer, con la lluvia ácida que está cayendo, meros pretextos para volver a la dura faena de reconstruir el mundo, ante una copa de vino, o ante una mesa con un mantel limpio donde podríamos volver a compartir, mañana, cuando amanezca, si es que llega a amanecer, el pan y las palabras… Hijos de la ira, capítulo 13, Retrato del artista en el destierro.
- Personal en este Infierno.
Irene says
Memoria viva para el poeta y gran conocedor del flamenco, salve Félix Grande.
JP Quiñonero says
Irene, ay…
Avanti..!!
Q.-
José julio perlado says
Juan Pedro
Lo conocí en Cuadernos, cuando mis diálogos con Rosales.
Gran texto el tuyo. Excelente semblanza
JP Quiñonero says
José Julio,
Graciassssssssssss
Si: esa relación Félix / Rosales es algo esencial para comprender la evolución histórica de la poesía española. Detalle que parecen desconocer la inmensa mayoría de las necrológicas, demasiado apresuradas y escritas de oidas. Un horror.
Q.-
joan says
Tal como están las cosas
tal como va la herida
puede venir el fin
desde cualquier lugar
Pero caeré diciendo
que era buena la vida
JP Quiñonero says
Joan,
Si. Félix era un optimista radical: creía en la amistad, las mujeres, el amor, la guitarra flamenca, la poesía de los grandes maestros (don Antonio y Luis Rosales), la fraternidad, las tertulias caseras, Charlie Parker (El Perseguidor), y un interminable etcétera.
Q.-
María says
Se ha ido un hombre bueno,
y un extraordinario poeta.
http://buscameenelciclodelavida.blogspot.com.es/2014/01/felix-grande-in-memoriam.html
JP Quiñonero says
María,
Si. A Félix puede aplicarse la legendaria definición machadiana: «Un hombre bueno, en el buen sentido de la palabra«.
Q.-