Saint-Julien-le-Pauvre de Paris, 19 julio 2015. Foto JPQ. Fieles orando por la salud de su patria durante la misa dominical, Iglesia greco-católica-melquita.
Los lectores de Kavafis recordarán lo evidente y esencial.
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Antes de llegar a ser Estado independiente -que tiene menos de dos siglos de historia-, la Grecia clásica fue un archipiélago de ciudades en estado de guerra “civil” endémica que culminaron con la destrucción Atenas, víctima de la peste y la ocupación macedonia.
Hubo una Grecia sin existencia política propia, durante siglos, parte del Imperio romano de oriente (395), una Grecia romana / cristiana oriental, una Grecia bizantina, una Grecia otomana… de turbulenta y trágica historia milenaria, muy anteriores a la Primera República Helénica (1832).
Siguieron dos siglos cortos de crisis, conflictos militares, ocupación militar extranjera, golpes de Estado, inestabilidad endémica… alimentando una desconfianza cívica absoluta hacia un Estado, siempre fantasmal, que siempre fue sinónimo de expolio y corrupción, “nacional” o extranjera.
Con el ingreso de Grecia en la CEE (1981), la futura UE se convirtió de facto en la nueva potencia tutelar. Y la herencia bizantina y otomana siguió ejerciendo una influencia capital: corrupción, fragmentación política y desconfianza cívica hacia las lejanas y todopoderosas autoridades de tutela…
Esa herencia ha precipitado al pueblo griego en el abismo donde se encuentra. Muy a pesar de los demagogos que la gobiernan -al dictado, de nuevo, de las autoridades de tutela, tras un cortísimo paréntesis de ilusoria “soberanía”-, Grecia -el pueblo griego- parece preferir su dolorosa pertenencia a la UE y la zona euro, esperando escapar al sonambulismo trágico que Konstantino Kavafis -el más grandes de los poetas griegos modernos, nacido en Alejandria en el seno de una familia de origen turco: orígenes que bien hablan de las metamorfosis de la identidad griega- evoca de este modo:
HABITANTES DE APESTUM
(Agosto de 1906)
Tantos siglos mezclándose
con los tirrenos, con los latinos, con tantos otros extranjeros;
así los habitantes de Paestum olvidaron la lengua griega.
Lo único que había conservado de sus mayores
era el llamado Festival Griego, sus entrañables ceremonias,
el sonido de las liras y las flautas, las justas poéticas y las coronas.
Al final de las fiestas tenían por costumbre
rememorar su antigua vida,
y los versos cantaban versos griegos,
que muy pocos de ellos podían ya comprender.
La fiesta se teñía entonces de melancolía,
porque al fin recordaban que también ellos eran griegos
(de la misma manera que alguna vez serían itálicos),
y cómo habían caído en otra vida,
costumbres bárbaras y bárbara lengua,
tan lejanos -oh desgracia- del mundo Helénico… Edición / traducción de José María Álvarez.
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