Caldetes, 20 agosto 2010. Foto JPQ.
Ese debía ser el título de un ensayo que me prometí escribir, hace siglos…
[ .. ]
LOS CUERPOS Y LA ZARZA ARDIENDO
La tumba de Gabriel jr. en el Hondo los ataría para siempre a una tierra que solo ellos podrían salvar, entrelazadas como estaban las raíces de sus vidas con las raíces de los cipreses de aquella casa de difuntos, confundidos el deseo y la memoria que los animaban a lo largo del pedregoso camino que debían desandar para volver al hogar, cumplidas las honras funerarias, con paso lento pero firme, invictos y decididos a afrontar la incertidumbre y el acoso, a pesar de las feroces inclemencias del tiempo que se avecinaba, aquella hosca tarde de noviembre, sorteando los roquedales y la rambla que tanta desolación trajo el año del desastre del pantano de Puentes, donde solo habían podido florecer, desde tiempo inmemorial, los acebuches y el baladre, sedientos de agua durmiente en algún lugar señalado por una zarza ardiendo.
Con pocas y sencillas palabras, a lo largo del camino de vuelta, que hicieron a pie, solos –rehusando la proposición de oficio del conductor del coche del servicio funerario; a pesar de que pronto anochecería, o quizá por esa misma razón–, Laura y Gabriel ** pusieron en orden las decisiones tomadas de común acuerdo –sin palabras, entre prolongados silencios y asentimientos compartidos–, sobre los graves asuntos que los concernían y habían terminado por desembocar en una cuenta atrás muy semejante a una trampa mortal que se abría para siempre y sin remedio, acosadas las víctimas inocentes por una jauría de perros de caza cuyos inquietantes ladridos estaban ya muy cerca y podían precipitarse en cualquier momento, como anunciaba, con sobriedad implacable y prosa leguleya, la sentencia adversa del Tribunal de Poncia que ponía fin a una disputa sobre el uso y propiedad de las presuntas aguas subterráneas de ciertos yacimientos por explotar –entre el valle del Juzo y las comarcas lindantes con la cuenca del Guadalorce–, sentenciando a muerte, de facto, a las últimas fincas y modestas propiedades de magros recursos todavía en pie –acosadas por la rapacidad implacable de unos vecinos que ya habían vendido por cobardía o desesperación el magro patrimonio heredado y cedido por unas monedas; para intentar en vano escapar al dogal que los asfixiaba, atado su cuello con la soga muy corta de alguna de las muy distintas razones que gobiernan el infortunio–, sobreviviendo como habían podido, hasta entonces, a la interminable sucesión de malas cosechas y tormentas de pedrisco, cuando sus sembrados no sufrían de la más pertinaz sequía, asolando los campos con el manto sombrío de la fatalidad, apenas aliviada, en ocasiones, gracias al agua de una modesta aljibe o un pozo artesano, abierto mucho tiempo atrás por los antiguos y difuntos propietarios del lugar.
Ya en casa, más sola y silenciosa que nunca –ido el ángel de la guarda de ojos azules y piel alabastrina en el que ellos habían puesto todas sus esperanzas–, con las primeras horas de una noche que llegaba, luminosa y fría, Gabriel ** comenzó a ordenar sus papeles familiares: un paquete de cartas atado con una ajada cinta malva; una vieja carpeta azul de facturas pagadas religiosamente; una caja de cartón con antiguas fotografías en blanco y negro; una carpeta de rojo muy desvaído por el tiempo, con los planos, legajos, informes y copias en papel cebolla de viejos proyectos de su padre… absorto en sus recuerdos y obligaciones, repasando y anotando con un lápiz, en un cuaderno escolar, datos, fechas, palabras, recuerdos que debía tener muy presentes, mientras se dejaba embargar por los deliciosos perfumes que le llegaban desde la cocina, donde Laura preparaba, en silencio, los sencillos manjares de la última cena.
Por la puerta de la casa, voluntariamente entreabierta, hubiesen podido entrar en cualquier instante los vivos y los muertos de vuelta al hogar tras una larga ausencia, desterrados que serían recibidos con la mesa puesta, el mantel limpio, el pan y el vino prestos a celebrar su anhelado retorno.
Preludiando a los comensales esperados, la ligerísima brisa que se colaba entre los batientes mal ajustados de las ventanas de la casa traía del monte cercano el perfume sobrio y embriagador del romero, esparciéndose por todas las habitaciones del hogar como una bendición que impartía en silencio alguien invisible que quizá ya había llegado, fiel a su cita, en aquella morada, donde cada uno de los comensales por venir –convocados por la gracia de Laura del Lago– podría compartir con los otros el pan y el vino de todos, reunidos en el tiempo mesiánico de la resurrección para celebrar un glorioso banquete con deliciosos manjares acompañados de vítores y brindis, ofrecidos en delicadas copas de cristal llenas a rebosar con la purísima sangre de la viña transmutada en sedoso licor perfumado con delicados aromas de pan tostado, canela, moras y fresas salvajes.
Caída la noche, sin tardar, Gabriel ** creyó llegado el momento de proponer a Laura, enlazándola por las caderas, mientras la miraba a los ojos, un brindis de acción de gracias por todos los dones recibidos y ya maduros, como una gloriosa canasta de frutos a ellos ofrecidos, al final de aquel ágape con el que celebraban la gozosa renovación de sus primeras nupcias.
La lengua de Gabriel ** en el cuello de Laura anunciaba –ya recostados en el lecho–, los primeros acordes de un preludio musical, el turbador movimiento que recorría su piel con un estremecimiento íntimo, cuyas ondas se perdían en su más recóndita intimidad humedecida; para volver a partir, con glorioso vigor, desde aquel manantial hacia el monte de Venus y sus labios malvarosados, reclamando, con un suspiro ardiente, la caricia de otros labios urgidos por la misma fiebre de las simientes germinando en la oscuridad de la tierra –como sus corazones, henchidos e inflamados, piafando por dar y recibir sus lechosas semillas–, buscando la luz que ilumina todas las cosas de la creación con el albo purísimo de un nuevo día. Repitiendo, a un ritmo creciente –con el timbre de una cierva herida–, los gemidos de un ser abandonado entre la espuma del gozoso oleaje marino que suspiraba por alcanzar la playa prometida, la boca de Laura buscaba y encontraba en la otra lengua que la hacía suya el umbrío sendero estrellado por donde cabalgan los cuerpos tocados por el rayo ardiente que desvela los más preciosos rincones de la celeste geografía del cuerpo amado, iluminados con el fulgor sin fin de la bóveda del cielo, una estrellada noche de primavera, anunciando el instante glorioso en que el tiempo mismo queda abolido gracias a la comunión de los cuerpos floridos, enlazados con gozo inextricable, consagrados a dar, recibir, ofrecer y sembrar nuevas semillas.
Enlazados y desenlazados, para volverse a enlazar con las manos, la lengua y la mirada que se goza en la revelación de los cuerpos trabados en un solo cuerpo, Laura y Gabriel ** se ataban en el lecho con unos lazos carnales e inmateriales tan fuertes como los de la piel marcada al rojo por la pasión que hacía latir sus corazones, vibrando con jubiloso brío, cabalgando cada cuerpo hasta los últimos confines del cuerpo del otro, al galope de la más sabia locura y determinación, poseídos por un oleaje cuya espuma comenzaba a manar de una fuente que eran ellos mismos, mojando y confundiendo sus jugos en las más delicadas y recónditas cavidades umbrías del cuerpo de Laura, abierta y anhelante, presta a recibir en lo más hondo de su ser el miembro que la haría madre.
Así, en la oscuridad estrellada de la noche, el eco lejano del viento, azotando las ramas de las palmeras salvajes, crecidas en la árida estepa salina del camino que unía el Hondo y La Arboleja, acompañaba el temblor de sus cuerpos trabados con la fiebre de los tallos de una enredadera sedienta de agua de manantial, hasta confundirse con sus gemidos y voces repitiendo –como un eco virginal del viento primero de la creación– las palabras que se escapaban de sus pechos como trémulos arrullos de aves del paraíso, esparciendo sobre ellos las gracias del verbo y el perfume del baladre, ungidos ambos en el altar del ágape que había precedido a su comunión con las libaciones que prepararon sus cuerpos a recibirse el uno en el otro, trabados sus miembros y memoria con la vertiginosa fuerza ciega de las raíces de los acebuches, la locura germinal de los almendros y cerezos floridos.
Las primeras luces del nuevo día los sorprendieron todavía en vela, recordando la inminencia de la última carga de las negras huestes que solo aguardaban la hora exacta del asalto final, anunciado con el ultimátum y el tono conminatorio de la sentencia del Tribunal de Poncia, llegada días atrás por correo certificado. Pero los arrullos, sonrisas y delicadas caricias intercambiadas por aquella pareja iluminaban sus cuerpos desnudos, unidos y recogidos entre las sábanas del lecho, tocados con la cálida luz matinal de un incendio prendido en sus entrañas y llamado a perdurar y propagarse con las ascuas de un fuego inextinguible –incluso más allá de la muerte, cuando llegase su hora, caídos sus cuerpos mortales en las aguas del río del olvido–, incluso más allá del campo de batalla donde ellos yacían, invictos y siempre enlazados en inextricable nudo de raíces y memoria, ágape de sí mismos, dándose el uno al otro como exquisitos manjares de la cena que precede al juicio final, cuando las trompetas del día de gloria anuncian la vuelta a la vida de los cuerpos desenterrados, caídas las llagas, los lienzos mortuorios y el polvo del tiempo, vestidos con la luz del alba, de nuevo floridos en la tierra donde el verbo de Gabriel ** y la carne bautismal de Laura del Lago habían aventado las simientes de eros y el logos, caídas en la tierra seca, entre los roquedales y las ramblas próximas a la cuenca del Guadalorce, donde las raíces de los acebuches y el baladre encontrarían, la primavera por venir, el agua durmiente en el lugar señalado por una zarza ardiendo… La Dama del lago.
Quiñonero, sobre La dama del lago, la cultura, el periodismo, Caína, sus demonios y…
La dama del lago, vista por Juristo.
Deja una respuesta