Los triunfos madrileños e internacionales de Alejandro Amenábar, contando en Mar adentro la historia real del tetrapléjico Ramón Sampedro, también iluminan el caso no sé si más trágico de Pa Kin, el gran patriarca chino de la literatura mundial.
Pa Kin —-Ba Jin, según la trascripción moderna—- nació en Chengdu (provincia de Sicuani) el 25 de noviembre de 1904. Tiene, pues, 101 años. Tras el caso no menos legendario de Ernst Jünger, fallecido a los 103 años, Pa Kin quizá sea hoy el escritor de genio de más larga vida.
Se dice Pa Kin dijo hace diez años a sus familiares: La longevidad es un castigo. En 1994, el escritor pidió para él y sus próximos el derecho a la eutanasia. Y reiteró su demanda, un año más tarde, cuando uno de sus más viejos amigos, el dramaturgo Xia Yan, escritor de teatro proletario, en el Shanghai de los años 30 del siglo XX, convenció a sus familiares para que ellos cortasen los tubos de plástico que lo mantenían con vida.
Aislado del mundo, encerrado en un hospital, donde su vida cuelga de la asistencia médica permanente, desde hace más de una larga década, Pa Kin ¿vegeta? ¿agoniza? en condiciones desconocidas. Sabemos que pidió morir hace muchos años.
Autor de una obra colosal, patriarca de la literatura china y mundial, perseguido por todas las dictaduras que han sembrado su patria durante todo el siglo XX, Pa Kin escribió en París su primera novela, Destrucción, no lejos de la misma montaña de Sainte-Geneviève donde vivieron Erasmo y san Ignacio de Loyola, en el mismo lugar donde escribía Michel Foucault, en un barrio inmortalizado en algunas páginas de Pío Baroja, a quinientos metros —-así lo quiso el azar—- de donde yo vivo.
Con temeraria obstinación, Pa Kin se enfrentó con mucho coraje físico y moral a las antiguas dictaduras tradicionales, a las sucesivas dictaduras maoístas y todavía en 1989 tomó partido por los estudiantes que se tiraron a la calle en Pekín para denunciar la nueva tiranía china. Se le niega el derecho morir.
La última vez que Pa Kin estuvo en París, Carmen y yo fuimos a escucharlo, acompañados de antiguos amigos de la FA. El escritor hablaba con una ironía adolescente y nos leyó en un francés muy académico trozos de su indispensable texto sobre la Revolución cultural: “… tales humillaciones, tales torturas… el caso inmenso, donde no era fácil distinguir la lealtad de la traición criminal… osemos decir la verdad para no ser envenenados por la mentira…”.
Han pasado algunos años. Hace mucho que Pa Kin pidió en vano el derecho a suicidarse con la dignidad del hombre capaz de morir como un hombre. El triunfo de Amenábar, me digo, quizá también hable de un debate universal. ¿Debo recordar que Pa y Kin son —-en la antigua trascripción de la escritura china—- las primeras sílabas de Bakunin y Kropotkin, dos autores muy leídos en su juventud? Aunque algunos de sus exegetas recuerdan que así también se llamó un antiguo amigo que si pudo suicidarse libremente.