Felices vacaciones, 12
Serenísimo y límpido amanecer. Verdor intenso de los geranios y las plantas del jardín. Grupos de pajarracos revolotean en la playa, todavía húmeda de la ligerísima lluvia nocturna. Horizonte azuloso plateado del mar. Níveas nubes malva rosáceo, entre las que despunta el fulgor del nuevo día.
En el pueblo, Vilaplana, las más torvas sombras cainitas se devoran las unas a las otras, con ánimo de exterminio.
El nuevo equipo municipal borra con saña las huellas de testigos incómodos. Se olvidan o ignoran los trabajos de los indispensables historiadores locales, Joaquín María Nadal, Albert Batlle, Agustín Miro Balmas. La prosa política local trata con rencor a los veraneantes del paseo marítimo, que en otro tiempo lejanísimo fueron “huéspedes ilustres”, hoy caídos en la condición de “plutócratas” (¡!) y “nuevos ricos”.
El museo local se ha convertido en motivo de agrio enfrentamiento municipal. En el tríptico plegable sobre la historia del pueblo que se entrega a los turistas no figuran la cita de cruel de Josep Pla ni la descripción canónica de Víctor Balaguer. Se cita profusamente a Maragall, pero se callan sus poemas de Viernes Santo. Las estancias de Verdaguer en una fonda de la riera, en la “moruna” residencia del más famoso de sus protectores, son incómodos recuerdos condenados al olvido.
Se ignora el paso por la ciudad de un militar / conspirador digno de las Memorias de un hombre de acción de Baroja: Luis Lacy, que residía en casa de un amigo y compañero de armas, Milans del Boch, con quien participó en un fallido levantamiento contra el gobierno sin duda centralista de la época (1817).
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