Hotel Oriente, Barcelona, 29 dic. 06. Foto by JPQ.
En la carretera, 2
Guillem nos espera con los brazos abiertos y los chismes del último trimestre. J* lo ha llamado para pedirle que prohíba a su yerno la entrada en la finca: su hija no puede soportar las traiciones que comenzaron el verano pasado, en la playa, y ha echado de su casa al padre de sus dos hijas, de uno y tres años.
Traicionada y abandonada por el hombre que le descubrió el amor, S* ha aprovechado la muerte de su madre, en accidente de coche, cuando llevaba o traía dinero de Andorra, para cambiar las cerraduras de sus pisos de Turó Park y Caldetes y buscarse un novio al que viste a su gusto, con la ropa de moda que ella considera apropiada para el acompañante de una señora joven, que puede pagarse esos y otros lujos mucho más caros.
Los padres de L* no la dejan sola estas Navidades: jubilados modestos pero honrados, quieren arropar con su cariño la soledad de A*, que ha tardado seis meses en comprender que T* no volverá nunca al hogar roto por sus vicios, su frivolidad, sus negocios y su egoísmo rapaz de especulador inmobiliario, fiscalista y cliente de club de carreteras.
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Cuando Carmen y yo deambulamos Ramblas abajo, camino del puerto, las Gaviotas y la estatua de Colón de nuestra infancia, advierto que, en verdad, el Hotel Oriente quizá nos habla de una Barcelona canalla, cuya defunción, víctima del marketing y el diseño, hace más vivo el recuerdo de ciertas rutas de la lujuria nocturna, no siempre tarifada, ocasional, con un aura de placeres prohibidos que hoy no tienen los burdeles y hoteles de carretera, iluminados con la misma caligrafía fluorescente.
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