T’interessa apadrinar una paraula (en víes d’extinció) ? o dues ? una en català i una altra en castellà?, me escribe Sani [Dipofilopersiflex. Perelobipatafisic del Sani] [Escola d’Escriptura / Escuela de escritores] [BBC, Palabras en vías de extinción]. Que un catalán haga una proposición tan deshonesta a un murciano desterrado me pareció algo tan fuera de lo común que he decidido aceptar.
Hay una palabra catalana y otra española por las que siento un cariño particular.
Según la tercera acepción del benemérito Diccionari català-valencià-balear de Alcover-Moll), el Dimoni boiet es un Esperit molt inquiet i amoïnador, juguetejador i travessadís, que, segons la superstició popular, es dedica a fer destralejar la gent sense to ni so (Mall.); cast. duende, trasgo.
El día que tal palabra y tales seres del espíritu y la imaginación desaparezcan de la lengua catalana, Cataluña estará amenazada de muerte. En el caso de Mallorca, tal proceso quizá ya haya comenzado.
La palabra castellana tercena tiene para mí un alcance muy similar, en el terreno estrictamente personal, familiar, por las razones que explico en el prólogo de mi Retrato del artista en el destierro. Todo comenzó con el recuerdo de un legendario cuento de Poe…
Decíamos ayer…
LA TERCENA
Antes de desaparecer, como la Casa Usher, en el cementerio abandonado del tiempo, la Tercena ocupó durante más de medio siglo largo (muy groseramente, desde la infancia de mi abuelo, Pedro Martínez Martínez, Perico el de La Tercena, hacia 1880/90, y los luctuosos acontecimientos que siguieron a la muerte de mi tío Juan José, su hijo, hacia 1955) un puesto central en la vida pública, económica y cultural de Totana, siquiera fuese por su posición única: frente al Casino, detrás de la Balsa Vieja, entre el Arco de Tirillas, la sombrerería y peluquería de Moisés, y el Hoyo de la alfalfa; a cien metros cortos del ayuntamiento, y equidistante, al mismo tiempo, de dos lugares sencillamente decisivos en la historia del pueblo: la iglesia de Santiago, que, durante siglos, había regido la vida espiritual de aquellos parajes, y la parada de autobuses de la línea Lorca-Murcia, en la calle del Puente, que, durante mi infancia, todavía era el camino más corto para huir en busca de otros mundos.
Sin embargo, esa posición única también fue motivo de rencillas, odios y envidias, que solo acabaron para siempre cuando (tras un sarmentoso proceso, que duraría más de veinte años) terminó por consumarse la demolición definitiva de una parte del corazón histórico del pueblo: fue entonces cuando las oscuras fuerzas contra las que luchó, en vano, Madeline Usher, terminaron por llevarse, hasta el estanque sin fondo del tiempo, las ruinas de lo que en otro tiempo fue la Tercena.
Hijo único, mi abuelo tuvo una infancia y una juventud doradas, viviendo de las rentas de un negocio que recordaba a cada instante los privilegios conseguidos por su padre, mi bisabuelo Pedro, en tanto que depositario oficial del mercado del tabaco y otras mercancías cuyo comercio fue, durante tanto tiempo, un monopolio de Estado. Frente al Casino, mi bisabuelo y abuelo podían dar crédito a la clientela más humilde; pero ese talante liberal (del que todavía perduraba un eco dorado, durante mi infancia, cuando mi abuelo me cogía en sus rodillas, para enseñarme, orgulloso, a unos clientes que, gozando de su amistad, no siempre pagaban el tabaco que fumaban) alimentaba las sordas pasiones de otros contertulios del Casino, propietarios de tierras y huertos, mucho más dependientes de la incertidumbre del tiempo, la lluvia y el granizo, que podían hacer y deshacer fortunas. Ellos contemplaban, con inconfesable envidia, como en la Tercena entraba y salía mucho dinero; beneficiándose de una concesión a vida, que hacía la riqueza y sería la perdición de mi familia materna. En la misma medida en que el apellido de la familia paterna se percibe, retrospectivamente, como otra raíz de viejísimos conflictos, arrastrados, oscuramente, durante siglos, como una maldición. La Iglesia de Santiago y la Encomienda (otro edificio histórico, destruido por las mismas furias que se llevaron la Tercena) datan de la instalación definitiva en el pueblo de la Orden de Santiago, en el siglo XVII; mientras que el primer caballero Quiñonero del que tenemos noticia (y cuya etimología conduce directamente a una célebre página del poema del Mío Cid) provenía de la aristocracia castellana y astur que llegó al valle del Guadalentín con las mesnadas de Alfonso VI que combatieron en la batalla de Aledo, durante la guerra de fronteras que perduró mucho más allá del siglo XI. Lejanísimos antecedentes que no pueden explicar la amargura de mi padre a su paso diario por la Encomienda, antigua propiedad de los caballeros de una orden difunta y rival (dolor muy inmediato, que tenia muy otro origen, puesto que le recordaba, a cada instante, las heridas, la cárcel y el puesto de los vencidos en la todavía reciente guerra civil), pero sí iluminan un desencuentro mucho más profundo que el de nuestra modesta familia, en cuarentena.
Almacén y depósito del Estado, para vender tabaco, al por mayor, primero, durante mucho tiempo, la Tercena no era solo una fuente de riqueza para quienes la administraban, y, en definitiva, se beneficiaban de las regalías propias de quienes representan a las administraciones públicas, en unos tiempos en los que ya se compraban y vendían a buen precio las relaciones y la influencia. El dinero y las amistades de su padre le permitieron a mi abuelo Pedro eludir y escapar a su destino, entre los hombres de su generación, llamados a filas, como soldados de reemplazo, en la guerra de África, comprando con dinero la plaza que era la suya en el ejército y guarniciones donde perdieron la esperanza y la vida tantos jóvenes de su edad. En un pueblo tan pequeño y alejado del mundanal ruido, quizá se podían contar con los dedos de una mano los hijos de las familias adineradas y pudientes que poseían la fortuna y relaciones necesarias para comprar con dinero, en efectivo, en tiempos de crisis, la plaza, en el ejército, que otros pagaban con su vida. Perico el de la Tercena pertenecía a esa elite acomodada que había crecido sirviendo al Estado, como depositaria de sus mercancías, pero no sentía ninguna vocación ni deseo de servir a su ciego y sonámbulo aventurerismo militar. El mismo joven que no fue a los campos de batalla africanos, comprando su número con dinero, se gastó una discreta fortuna, pagada con las rentas de la Tercena, en un viaje de recreo, con su jovencísima esposa, mi abuela Encarna, Encarnación Pérez Rueda, Encarna la de la Tercena, en barco, entre Cartagena y Barcelona. Quizá lo que se entendía por viaje de recreo, hacia 1917/18, no correspondía con nuestras nociones de confort. El joven Jorge Santayana, adinerado y famoso, en muy otras proporciones, viajó por Levante y Andalucía, años antes de la guerra civil, en busca de un lugar tranquilo y atractivo, donde instalar su residencia, en su patria, lejos de las universidades de la costa Este americana, donde se educó e hizo su primera carrera filosófica y literaria; pero cuenta, decepcionado, que los hoteles y fondas que pudo frecuentar eran muy second rate. Muy second rate era, sin duda, el confort de aquellos rudimentarios barcos de recreo donde mis abuelos Pedro y Encarna hicieron su viaje de amor. Pero los lugareños que iban a la Tercena a comprar tabaco, contado y contabilizado por los administradores del Estado, debieron tener un eco muy distinto de aquel mismo viaje, que bien ilustraba y ponía en evidencia una libertad de costumbres y unos recursos gastados con un cierto gusto por las cosas del placer y el arte de vivir.
Depósito y almacén de tabaco y otras mercancías, vendidas al por mayor, primero, en régimen de monopolio; y expendeduría, al por menor, más tarde (cuando había desaparecido su función original, suplantada por nuevas formas de comercio, modificando para siempre la vida de los descendientes y herederos de los antiguos propietarios del lugar), la Tercena conservó hasta el fin su nombre original, y, hasta donde llegan los ecos de mi memoria familiar, permitió a mis abuelos continuar incrementando, modestamente, el patrimonio que habían heredado y ya tenia tras si una larga historia. Mi abuela Encarna aportó al negocio de su esposo no solo el vigor emprendedor de su energía personal. Ella también era hija de familia acomodada, propietaria de una casa de dos plantas en la calle del Hospital (donde nacimos mis hermanos y yo, frente a un convento, desaparecido, ante cuyos muros, siendo yo muy niño, se improvisaban altares, durante el mes de María, preservando, a través del santoral religioso, la memoria de las celebraciones primaverales de toda la cuenca greco mediterránea), y heredera de tierras y bancales, en Hondales. La llegada de dos hijos, mi tío Juan José y mi madre, transformó el antiguo almacén en hogar, una casa de dos plantas, que mi abuela gobernaba poniendo orden en las cuentas del negocio, orquestando una cierta disciplina familiar, ante un esposo que fumaba demasiado y era sensible en exceso a las debilidades y mentiras de quienes fumaban sin pagar y no reconocían las menudas deudas contraídas en ausencia de la nueva patrona, que deseaba dar estudios a sus hijos, en Murcia, pero tampoco quería entender ni dar alas al gusto inmoderado de su hija Luz, mi madre, por las novelas que leía, a la luz del quinqué, en su habitación del segundo piso de la Tercena, con una ventana que daba sobre la Plaza. Cuando el negocio dejó de ser la venta al por mayor, para transformarse en expendeduría, al por menor, mi bisabuelo y su hijo comenzaron a vender otro tipo de productos, hilo, colonia, botones, juguetes, incluso libros, novelas, de donde le vino a mi madre su primera iniciación a la lectura. Así, la antigua Tercena, nacida como lejano apéndice de un comercio de Estado, se transformaba en una floreciente tienda, mercería, perfumería, papelería, que tenía sus horas de gloria, cada semana, los días de mercado, en la Rambla, cuando las gentes de los alrededores venían al pueblo a comprar y vender productos de primera necesidad, y solo podían encontrar en la Tercena cosas y objetos de cierto lujo, un perfume, una cinta de seda, un juguete rarísimo y único, una revista de la capital, que daban a aquella tienda, de nuevo cuño, la primera y la única, en su género, durante muchos años, el aura de un lugar de cita y encuentros lejanamente cosmopolitas.
En una esquina geográfica y urbana donde se cruzaban, a diario, los coches y carretas que hacían la ruta Lorca-Murcia, los rumores que iban y venían entre el Casino y el ayuntamiento, las inquietudes y esperanzas de la gente del campo y las pedanías que venían los días de mercado, y los representantes de comercio que llevaban y traían novedades de Murcia, Alicante, Valencia y Barcelona, la Tercena se transformaría, por la fuerza de las cosas, en un centro privilegiado de intercambio de informaciones. Sus amistades y tertulia, en el Casino, sus viejas relaciones heredadas con el antiguo monopolio familiar en el almacenaje y comercio de tabaco, le daban a mi abuelo una perspectiva privilegiada para conocer en detalle la marcha y los arcanos de los negocios públicos locales. Detrás del mostrador de la Tercena, y en contacto permanente con un público muy variado, mi abuela Encarna se encontraba, por su posición y por su gusto por esos negocios íntimos, en la mejor situación, para conocer, muy pronto, y de primera mano, la marcha de las cosas más dignas de saberse y comentar, con emoción y estupor, a cualquier hora del día. Ella era la primera en saber que E* había huido de su casa con un gitano y vivía, amancebada, durmiendo, rambla abajo, en compañía del hombre que la sedujo, para escándalo público. A ella le llegaba con rapidez el primer rumor de los verdaderos ladrones que robaron los jamones de la matanza, almacenados en su casa de la calle del Hospital, cuando los años de hambre que corrían daban a aquellos jamones un valor simbólico mucho más alto que el de su precio, ya considerable, en el mercado del estraperlo. Ella conocía e interpelaba por su nombre, en la esquina de su casa, que era la esquina del ayuntamiento y la plaza, a chóferes y carreteros, aguadores, curas, guindillas, alcaldes y propietarios de huertos, a quienes, habiendo sido ella, también, una rica heredera, había tratado ocasionalmente, durante fiestas y bailes, en el Casino. De ahí que sea sensato pensar que mi abuela Encarna no pudo tardar en saber que sus hijos, mi tío Juan José y su hermana, Luz, mi madre, participaban, hacia el fin de la adolescencia, en los conciliábulos y reuniones de aguiluchos de las juventudes libertarias. Deriva azarosa, para los hijos de una familia que, sin poseer grandes bienes ni patrimonio, si vivía holgadamente de manera muy acomodada. Y no es fácil imaginar, con precisión, que podía pasar por la cabeza de un antiguo joven adinerado, mi abuelo, sin otro oficio ni beneficio que vivir de las rentas de la Tercena, y de una señora joven, recién casada, muy aficionada a rezos de rosarios y novenas, amiga personal del cura párroco, cuando supieron, muy pronto, que su hija Luz, con menos de veinte años, era la novia de un desconocido, Juan Quiñonero, mi padre, que había llegado al pueblo huyendo, él mismo, de la lejana Barcelona, pronto ensangrentada, en plena guerra civil, con un camión de libros y propaganda anarcosindicalista. Siendo mi madre mucho más tímida y medrosa que la suya, debo reconocer a mi abuela Encarna no poca altura de miras y libertad de criterio, para aceptar que su hija, que había estudiado magisterio y parecía llamada a una muy alta carrera, en la enseñanza, en Murcia, o en Madrid, colaborase muy activamente, en compañía de aquel desconocido que se había buscado como novio, en la creación de una escuela racionalista, a imagen y semejanza de las escuelas imaginadas por Ferrer Guardia, en la Barcelona de principios de siglo. Corriendo los tiempos que corrían, no es difícil imaginar, tampoco, los torvos comentarios de algunos contertulios del Casino, ante las actividades del hijo mayor de Perico el de la Tercena, pegando carteles en la esquina de su casa y en el pasaje del arco de Tirillas, que también servia de refugio a las bandas de golondrinas que volvían, cada primavera, anunciando el buen tiempo. Mis abuelos llevaron como pudieron la deriva libertaria de sus hijos, dos adolescentes, cuyo comportamiento convirtió la Tercena, el antiguo almacén de tabaco y mercancías controladas por el monopolio del Estado, en centro de reunión de las amistades de los últimos herederos del negocio, sembrando el pueblo con pasquines contra el Estado, justamente. No es un secreto que, durante la guerra civil, algunos jóvenes más o menos libertarios, digámoslo así, convirtieron en museo artístico la sacristía de la Iglesia de Santiago. Corriendo un tupido velo sobre la identidad exacta de aquellos personajes, poseídos por la furia y los vientos de la época, nada me cuesta recordar que, andando el tiempo, otro niño educado en la misma Tercena, cuyos muros habían conocido tantas pegadas de carteles, explicando aquellos lejanos acontecimientos, volvió a la misma sacristía, recobrada su función original, para oficiar, a los siete y nueve años de edad, como padrino de sus hermanos, Javier y Maria Luz. Los vencedores de la guerra no debieron considerar muy peligrosas las actividades artísticas, museísticas y libertarias de los hijos de Perico y Encarna la de la Tercena, puesto que, terminada la guerra, la expendeduría de tabaco recobró una calma que presagiaba tiempos muy malos e inciertos; pero, en definitiva, mi tío Juan José y mi madre pudieron volver al redil del negocio familiar de la venta de tabaco, cintas, botones, perfumes y regalos. Culpable de los delitos de opinión ligados a la creación de una escuela racionalista, mi padre fue condenado a muerte; pero encontró en la Tercena el amor y la esperanza, cuando el azar y la suerte le salvaron la vida y fue puesto en libertad, la Nochebuena de la Navidad del año anterior a mi nacimiento, fruto, sin duda, de un reencuentro feliz y definitivo, en casa de mis abuelos.
Mi abuelo Pedro fumó tanto, durante toda su vida, desde su primera juventud, que, tras la guerra, su salud se deterioró muy pronto de manera vertiginosa, hasta que, teniendo yo seis o siete años, se le detectó un cáncer de pulmón que no tardaría en costarle la vida, sin que ni la enfermedad, ni su esposa, ni sus hijos, consiguieran quitarle la debilidad del tabaco, que había sido el origen de la fortuna de su familia, y su ruina. Mi abuelo me cogía en sus rodillas, sentado en una silla, a la entrada de la Tercena, convertida, por entonces, en centro de nuevas tertulias, que no podían rivalizar con las tertulias del Casino, frente a la misma puerta donde se sentaba mi abuelo, pero alcanzaban, en ocasiones, ciertos momentos de intimidad rayana en lo prohibido. Don F*, por ejemplo, era un viejo republicano, que echaba pestes contra algunos personajes públicos y contra el Cura Chico, que era amigo y confesor de mi abuela. En ocasiones, algún hombre joven, amigo de mis padres, traía noticias de Barcelona, y yo escuchaba a mi madre pidiéndole que hablase en voz baja, y esperase la hora de cerrar la tienda, para poder hablar libremente, escapando a las miradas de los contertulios del Casino. Mi tío Juan José, por su parte, heredó la Tercena y acometió sin tardar muchos proyectos. Abrió dos escaparates, para presentar, con mucha luz, mercancías novedosas y atractivas; instaló unas flamantes estanterías de la más selecta perfumería; y, sobre todo, por Navidad y Reyes, traía juguetes, muchos juguetes, balones, muñecos, espadas, pistolas, incluso fidelísimas reproducciones de coches de carreras, tan caros que nadie podía comprar y yo terminaba por recibir como fastuoso regalo, intimidado ante la posesión de aquellos automóviles de lujo, de los que bien conocía el precio desmesurado, para los años que corrían, y algo me dicen, ahora, con el paso del tiempo, de la grandeza de alma y la ilusión que mi tío ponía en aquellas cosas; quizá, también, porque estaba enamorado, y pronto se casaría, con mi tía I*, que era una belleza, hija de un militar de carrera que había hecho la guerra en las filas del ejército vencedor. Tras su boda y su memorable viaje de recién casado, a Lisboa, mi tío le dio el impulso final a lo que seria la última Tercena. Se abandonó para siempre la expendeduría de tabaco, de funesto recuerdo, y se embarcó en nuevos proyectos. Distribución de prensa (ofreciéndome mi primer trabajo remunerado: distribuir, en bicicleta, el Blanco y Negro, la única revista ilustrada de la época, entre unos suscriptores que no llegaban a la veintena), venta de libros, creación de una línea propia de perfumes, instalación de nuevas vitrinas de cristal, dando a la calle, para presentar unos artículos que se hacía traer de Madrid y Barcelona, convencido que sitio como el de la Tercena no había. Sin embargo, los días de gloria de aquella casa se alejaban vertiginosamente, para siempre. Mi madre y mi abuela, separadas, por la fuerza de las cosas, de aquel comercio que había sido toda su vida, comentaban en voz baja las malas noticias que llegaban y se sucedían, sin que desapareciese nunca el polvo de unas vitrinas que ya no tenían el esplendor de antaño y yo llegué a conocer, el año de mi primera comunión, fotografiándome, con un fusil de juguete, ante el escaparate, muy lujoso, que daba a la plaza de la iglesia. Heredero de la Tercena, casándose, mi tío separó a su madre y a su hermana, sin quererlo, de aquella antigua casa familiar, que era una casa extraña para mi tía I* y las nuevas ordenanzas municipales condenaban al derribo, devaluando su valor, condenándola a una larga agonía. Mi tío Juan José intentó salvar la Tercena. Pero murió muy joven, en la flor de la edad, dejando a mi tía I*, con sus dos hijos por criar, enterrada en vida en aquel edificio habitado por otros fantasmas familiares, condenados al destierro, también ellos, cuando llegase la hora del adiós definitivo y la caída final, como la caída de la Casa Usher. Hay una cierta eufonía entre Madeline y el nombre real de mi tía I*, que fue una belleza muy singular, de rostro y piel muy fina, blanca y delicadísima, a quien recuerdo con mucho cariño, todavía vestida de blanco, los labios muy rojos. Ella fue, como Madeline Usher, la última en vivir en aquella casa encantada, que fue la casa de mi familia, la Tercena, que ahora reposa, ya para siempre, en los campos dorados donde viven los seres de ilusión iluminados por la linterna mágica de la memoria.
Sani says
Me alegro infinitamente que hayas aceptado mi propuesta de apadrinamiento y que de él haya salido esta referencia a ese prólogo y al índice del libro donde lo incluiste. El resultado no podía ser más provechoso desde todos los puntos de vista posibles.
Confieso que no conocía la palabra, pero descubro mucho más. Toda esta historia familiar que es tu vida, tu «secreto» compartido que nos acerca a ti.
Como este tipo ese tipo de literatura aubiogràfica me retrotrae a mis memorias infantiles (las mías están en un cajón) le tengo un aprecio muy especial y me llena casi siempre de nostalgia balsámica y curativa.
Gracies por tu escrito.
JP Quiñonero says
Sani,
Soy yo quien te agradece la invitación, recordándome palabras a recordar..
Q.-