HomenajeaVelázquez. (El Felipe Próspero de Viena). 1951. Óleo/lienzo. 72 x 80 cm.
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La revista Turia, que dirige con mucho brío Raúl Carlos Maícas, conmemora con un homenaje excepcional el centenario de Ramón Gaya. Se trata de un número imprescindible para quienes se interesen por el enormísimo pintor murciano.
Enrique Andrés Ruiz ha reunido una hermosa colección de trabajos de Juan Manuel Bonet, Andrés Trapiello, José Luis Pardo, Javier Barón, Valentí Puig, Julia Escobar, entre muchos otros. Y ha rescatado documentos de gran interés, como la entrevista de Felicidad Blanc con Gaya; o dos cartas de Tomás Segovia.
A título personal, este número de Turia también me trae otras alegrías íntimas. José Domingo Dueñas Lorente me recuerda junto a Rafael Conte, Juan Manuel Bonet me recuerda en su entrada parisina sobre Gaya, y… José Julio Perlado comenta con enorme generosidad, que tanto le agradezco, El taller de la gracia. Quede constancia de mi profunda gratitud. José Julio también publica un bello y luminoso relato, Caligrafía.
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Este es mi texto que publica Turia:
RAMÓN GAYA Y EL AMENAZADO DESTINO DEL MUSEO, LA PINTURA, EL ARTE
Con el paso del tiempo, la obra de Ramón Gaya no deja de crecer, cómo un árbol frondoso, cuyas semillas fecundan tierras inexploradas, ya que sus raíces crecieron en una encrucijada decisiva para el destino no solo de la pintura: lo que hoy está en juego, en definitiva —y la obra de Gaya nos ayuda a comprender y preservar—, es la sustancia misma del arte, su naturaleza y relación más íntima con nuestras vidas, nuestra existencia histórica y espiritual, la vida moral de nuestras deshilachadas sociedades, en cuarentena.
En muchas escuelas de arte, la enseñanza de artesanías y viejas disciplinas artísticas ha sido sustituida por el estudio del marketing: el arte de la ocupación y conquista de un terreno o espacio mercantil, más acorde con la terminología militar impuesta con el triunfo siempre provisional de una larga sucesión de escuelas muertas, devorándose las unas a las otras, a través de los “avances” de unas “vanguardias” siempre más efímeras, sustituidas, finalmente, por la toma y conquista de una cota económica que los inversores defienden o abandonan según la lógica, no menos marcial, de sus intereses especulativos, financieros, políticos, empresariales, etc.
Nuevas técnicas y tecnologías denuncian como caducas las viejas manualidades y artesanías del lápiz, el carboncillo, la acuarela, el papel, el cartón, la madera, el lienzo. El acuarelista o el pintor al óleo son especies zoológicas amenazadas: su producción manual no siempre encuentra compradores ni distribuidores, víctimas de un mercado hostil… con frecuencia, los frutos de su trabajo son una actividad condenada al ostracismo por la grey administrativa o policial que concede certificados de validez o invalidez, oportunidad o inoportunidad, vanguardia o retaguardia, a las cosas numeradas y catalogadas como “contemporáneas” (“arte contemporáneo”, como si pudiésemos ser otra cosa que contemporáneos de nosotros mismos) en los supermercados del ramo, abastecidos a paso de carga desde los púlpitos donde se consagran con interés, casi siempre pecuniario, las cosas dominantes, materiales e inmateriales.
Lo que diferencia a Gaya de otros grandes artistas del lápiz o el pincel, entre sus contemporáneos y los nuestros, es su temprana conciencia de las amenazas que pesan sobre el arte mismo. Y su consagración de por vida a la defensa de la materia y la sustancia artística, a través de su trabajo como pintor, como ensayista y voraz “consumidor” de arte, viajero empedernido que busca y encuentra en los museos las razones últimas que nos revelan quienes somos y de donde venimos, si es que aspiramos —conociendo e intentando preservar nuestra identidad— a evitar el sonambulismo de las cosas muertas que el viento o las mareas arrastran sin rumbo conocido.
Desde Cardesse, tras el campo de concentración de Saint-Cyprien, en el más inmediato destierro, la pintura de la luz es uno de los grandes temas de la obra de Gaya. El artista pinta la materia más íntima y secreta de su obra: aquella que todo lo baña e ilumina con las primeras luces del día (Cántico espiritual). Tema igualmente velazqueño: Gaya recurrirá a un calificativo del Cántico (Pájaro solitario) para nombrar al pintor de las Meninas, en un ensayo capital para la historia de las ideas estéticas, en lengua castellana. Esa tarea de mirar, leer y pintar será siempre indisociable en su trabajo y en su vida. Su trabazón íntima, a través de Eros y el Logos, echa los cimientos de nuestra más íntima arquitectura espiritual: el paño, la urdimbre, el tejido moral que nos salva de la condición de almas muertas, para ungirnos con la ilusión de llegar a ser hombres libres, capaces de compartir el pan y la palabra con otros hombres.
En el destierro itinerante, llevando siempre consigo, en su maleta de cartón, sus primeras y últimas herramientas de trabajo, Gaya trabaja para sí mismo y para nosotros. La pintura de la luz quizá sea su manera más pura de preservar lo más íntimo de la identidad humana, cuando las luces artificiales comienzan a cegar y destruir la vista de los seres desarraigados, errantes en el desierto urbano.
En México, primero, en París, en Roma, en Madrid, más tarde, sin perder nunca el norte de su tierra natal, Gaya acomete su tarea quizá más esencial y prolongada en el tiempo: los Homenajes. Sediento de pintura, llega a escribir, muy lejos de los museos de la vieja Europa, se decide a pintar él mismo los velázquez, goyas, rembrandt o picassos que son indispensables para asegurar su solitaria supervivencia íntima, privado no solo de su patria histórica: Gaya pinta sucesivos rostros del mismo retrato del artista en el destierro… retrato solitario (el artista que descubre en los acuarelistas chinos de la época clásica las técnicas y materia pictórica más noble) y retrato de grupo: sus primeros homenajes a Velázquez (la Maja desnuda) o Goya (Niño de Vallecas) le revelan y recuerdan lo esencial. La pintura del Museo universal no comporta ninguna nostalgia de ningún mundo o paraíso perdido. Todo lo contrario. El arte no es una melancolía, una enfermedad del espíritu. El arte comienza por ser una fe. El arte de los grandes acuarelistas chinos exige una férrea disciplina solitaria: cuando han desaparecido todos los cánones, valores y principios, el artista —en el destierro— debe cultivar con un rigor supremo las técnicas de un arte no solo “artístico”. Su ascetismo también es una ética.
A salvo, provisionalmente, en la soledad absoluta del proscrito, el artista en el destierro, en el caso de Gaya, también es un creyente: su arte, el arte genuino, es una materia espiritual, algo muy semejante al Logos alejandrino, que pone en relación todas las cosas visibles e invisibles de la creación. Pertrechado con las únicas armas que están a su alcance y le permiten afirmar sus principios éticos más profundos, convencido de la divinidad de lo real —como Spinoza y los budistas chinos, justamente—, el artista, Gaya, oficia la comunión más alta, la de su carne con la materia espiritual que articula su identidad de hombre libre. El fulgor de una mota de carmín iluminará en todo su esplendor carnal el misterio sacramental del cuerpo de la mujer desnuda, contemplado por Velázquez o Gaya. El albo purísimo de la mirada goyesca de un niño vallecano nos habla de un misterio universal. Ese rostro de un ser abandonado nos ayuda a comprender nuestra condición de hombres, cuando todo está perdido.
Así, el museo no es, para Gaya, un campo de urnas profanadas, una oficina de objetos perdidos y catalogados como tales. En el museo más humilde es posible encontrar un tesoro precioso, intacto e inmaculado: la mota de amarillo de la Vista de Delf donde el narrador de la Recherche encontrará la razón última de su arte. En verdad, cada obra de arte genuina es un tesoro que ilumina y nos habla de la divinidad de lo real, que cada obra nos ayuda a comprender, a cada instante. Seríamos menos libres, sin la majestad alada de la Victoria de Samotracia, preservando intacto el brío juvenil de unos hombres prestos a morir en comunión, por unos ideales. Cómo los héroes del Fusilamiento de Torrijos: hemos olvidado la noble causa de aquellos hombres de otra época; nos queda la nobleza del gesto, la gallardía de los justos, enseñándonos a morir como hombres.
Hacia el alba del museo moderno, Baudelaire había escrito: “Le Musée Espagnol est venu augmenter le volume des idées générales que vous devez posséder sur l’art ; car vous savez parfaitement que… un musée national est une communion” (1846). Un siglo más tarde, Gaya escribía: “Si España no hubiese pintado, España sería un país más hambriento, más famélico, más frenético, más absurdo, más loco; el sentimiento pictórico le ha dado a España como una cordura de mucho peso, equilibradora. Porque la pintura es siempre carne, cuerpo, realidad” (1953).
Baudelaire y Gaya hablan del mismo museo: el Prado madrileño, avanzando el mismo convencimiento: un museo nacional es una comunión. El museo, casa de todos, donde un pueblo comulga consigo mismo. En el Prado, estima Gaya, siguiendo fielmente a Baudelaire, España esconde el botín de sí misma. Y ese tesoro es uno de sus principios vertebradores. A través del Prado, España es un país menos hambriento, menos famélico, menos frenético, menos absurdo, menos loco, más cuerdo. En definitiva, Velázquez o Goya crean e iluminan una realidad que nos expresa y enriquece. Hay un arte de vivir y morir con gracia, del que solo tenemos noticia a través de las meninas y las infantas velazqueñas, las majas y los fusilamientos goyescos.
No se trata de una cuestión nacional o castiza. Baudelaire y Gaya plantean la cuestión universal y tan actual del puesto del museo en las sociedades libres, cuando el nihilismo “artístico”, socavando todos los principios de la materia y el comercio con las cosas del arte y el espíritu, convierte los museos en supermercados donde se contemplan naderías consagradas por un mercado donde tiburones y burros comercian con burros y tiburones muertos.
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- Arte en este Infierno.
Muchas gracias por tu referencia y alusiones, Juan Pedro. Para mí ha sido un placer comentar y reseñar «El taller de la gracia», que tanto me ha gustado y tantas cosas dice.
Coincidir en TURIA ha sido también una satisfacción.
Un abrazo.
JJP
José Julio,
Gracias a tiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii…
Si: nuestro arco iris de coincidencias dice cosas, muchas cosas, claro,
Q.-
Q: Pensaba echarme al zurrón la revista con el homenaje a Gaya en mi próxima visita a la librería, desde que hará un par de semanas vi el anuncio de su aparición en prensa. Saber que incluye tu artículo y el de José Julio me reafirma aun más en mi propósito.
Enrique MF,
Al margen de la cosa personal, Turia quizá sea la mejor revista, en su género,
Q.-
«Y de pronto, se sabe
que hay ventanas adentro…»
Ramón Gaya
Mon cher Juan Pedro…
Fin de semana inolvidable en la ciudad de la seda
Desde Sevilla recibe un fuerte abrazo.
Enrique+
EM Parrilla,
Te deseo lo mejor, para ti, para… todos los tuyos, claro,
Q.-
«La del alba sería…»
Don Quijote, I,4
Mon Cher JP,
«Pocos años más tarde -en torno al 64 ó el 65- coincidí en Sevilla con Bergamín. Iba él con la pintora Carmen Laffón, que había tenido la amabilidad de darle a leer unos versos míos. El encuentro fue en la Punta del Diamante, y aquella noche, o unas noches después, ofreció Carmen Laffón una recepción en su casa de la plaza de las Mercedarias. Fue una velada en la que lo distinguido y lo refinado no quitaba lo ameno, pues estando Bergamín la amenidad estaba asegurada. Todos los demás invitados eran jóvenes, finos, cultos, elegantes, probablemente aristócratas. Carmen laffón tenía ya un nombre en la pintura. Blanco y Negro le había dedicado una portada y un reportaje a todo color. Probablemente entonces Carmen no se proponía otra cosa que expresar en delicadas veladuras y matices desleídos unas interioridades burguesas refinadas y apacibles. Sin embargo, la procesion iba por dentro.»
Aquilino Duque, El color y la línea
EM,
Sigo dándole vueltas a nuestro pintor… lo de Aquilino tiene mucho calado, claro.
Graciassssssssssssssssssssssssssssssssssssssssss…
Q.-
«Eran los últimos admiradores de Romero Murube…»
Vicente Tortajada, Azahar y vitriolo
Mon cher Q,
«Ese mundo burgués y provinciano en el que Carmen Laffón cultivó su sensibilidad entró en vertiginosa descomposición, y yo estoy por creer que, por el consejo de Bergamín y el ejemplo de Gaya, Carmen Laffón, en lugar de lamentarse con los pinceles del tramonto de una estética, se aplicó a descifrar el alma de esa estética, el sentido de esas formas, y así, al dar menos importancia a las formas en sí que al espíritu que las animaba, fue pasando de los interiores domésticos a los estados de ánimo que embellecen esos interiores.»
Aquilino Duque
EM,
Te agradezco muy particularment esta última cita… ¡al fin veo claro lo que yo veo en la pintura de Joaquín Sáenz…!
Desde que recibí el catálogo, tu primera cita de Aquilino me puso la mosca detrás de la oreja… su visión es correcta, sin duda; pero la mía es diametralmente distinta… tu segunda cita me lo aclara todo: él ve a Gaya and Co. como algo así como cronistas de un mundo difunto. Es justamente el punto de vista que a mí no me gusta: como defensores de une estética y un mundo muerto, la obra de esos artistas es una agonía…
Desde esa óptica: se trataría de pintura muerta, crónica de un pasado difunto, apegada como la sombra de un muerto al cadáver del difunto.
Yo los veo como pintores del Alba… el alba de la resurrección que glosa y salva por los siglos de los siglos el mundo nuevo que la pintura ilumina con su mera existencia: no pintan cosas cuertas… pintan realidades que permanecen intactas después de la muerte, como en la Égloga de Garcilaso.
No hay nostalgia: sino celebración del alba del gran arte, venciendo a las aguas del tiempo, la separación y la muerte. Amén.
Q.-