La suerte de Alberto Vilalta y Roque Pascual ilumina la lóbrega prisión donde nosotros moramos.
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Secuestrados el 29 de noviembre del 2009, no sabemos si ellos conocen la ejecución de otra víctima de Al Qaida Magreb Islámico.
Sus familiares no pueden pedir socorro: romperían el pacto de silencio (“discreción”) impuesto por el Gobierno.
El silencio del Gobierno puede ser, al mismo tiempo, una prueba de astucia operacional (¿?) y un recurso para ocultar la impotencia.
Imposible organizar alguna forma visible de solidaridad con los secuestrados: el Gobierno estima que pudiera ser “peligrosa” para las víctimas.
Nada sabemos a ciencia cierta del objetivo último de los secuestradores (Al Qaida Magreb Islámico también es la franquicia de un archipiélago de “organizaciones” que oscilan entre la insignificancia criminal, la desesperación y el mesianismo islamista), ni de sus exigencias.
El tormento y el dolor de las víctimas y sus familiares se pudren en soledad, iluminada con las luces y el ruido de la algarabía audiovisual, amueblando nuestra prisión con sus mentiras obscenas.
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