La herejía de Octavio Paz, Antonio Gálvez.
En el año del centenario de su nacimiento, que inmenso vacío, poblado de alimañas iluminadas con publicidad fluorescente…
[ .. ]
“Decíamos ayer…”
EL VERBO DESENCARNADO
Entre los grandes maestros del siglo XX, quizá ninguno como Octavio Paz intentó explicarnos ese enigma fundacional de la palabra, esa tentativa del verbo por encarnar en la vida, dice él, con su sabiduría, introduciéndonos a los misterios de la poesía moderna, desde los románticos ingleses y alemanes, con un brío majestuoso y seductor, que, retrospectivamente, me digo, no estaba exento de algunos riesgos, ahora lo se. Paz, por ejemplo, se extiende de manera muy prolija y atractiva en el Mallarmé de Un coup de dés, presentado como un emblema de la literatura que vendría (o debiera venir, a su juicio, siguiendo muy parcialmente a Maurice Blanchot, en ese punto central), pero habla y parece interesarse muy poco por las Duineser Elegien de Rilke, que, en definitiva, son un libro de una envergadura palmaria, para el destino mismo de las lenguas y los libros de nuestra civilización, justamente. Paz nos explica con mucha finura a Joyce, pongo por caso; pero es mucho menos sensible al Hesse de Das Glasperlenspiel, el Musil de Der Mann ohne Eigenchaften, o algunas de las grandes catedrales narrativas de Thomas Mann, que abordan temas centrales en la obra del maestro mexicano, pero desde otra óptica, quizá…
Me tomo la libertad respetuosa de avanzar esas reservas (que no son tales: apenas se trata de un recuerdo muy sumario y de la afirmación de otros caminos posibles, paralelos, que conducen al mismo fin), para mejor insistir en mi admiración más sólida y profunda, que nace de este convencimiento: entre los escritores de su siglo y su lengua, Paz quizá sea el que confiere al oficio de escribir, el oficio de poeta, su estatuto más noble, despojándolo de toda cáscara histriónica, política, académica, universitaria, para devolverle su condición de mensajero, servidor y apóstol de la palabra. Su caso solo es comparable, creo, con los de Valéry y Rilke, justamente: la palabra no es, para ellos, un vehículo con el que comunicar ideas, de genio, incluso, si se quiere, cuando el poeta de turno es un hombre de gran talento; si no la materia misma que confiere vida, memoria y sentido a la existencia de los hombres y los pueblos. Paz rechaza con un gesto, majestuoso, los cambios y la erosión del puesto de la poesía y el poeta en las sociedades de su tiempo, que es el nuestro, para restaurar lo esencial: es en la poesía donde se encuentra la matriz y la semilla de todas las cosas (llamémoslas espirituales) que salvan a los hombres de la tierra baldía del imperio saturnal de los objetos desalmados, que han puesto cerco a la antigua condición humana.
Paz insiste en una diferencia, esencial, entre la poesía, a salvo, todavía, de la polución y la marea negra mercantilista, que casi todo lo degrada y envilece a su paso, y otro género literario muy mayor, la novela, que las industrias del ramo han conseguido degradar y envenenar, parcialmente, al menos, o en apariencia, introduciendo mercancías podridas que matan todo lo que en otro tiempo se llamaba literatura, sembrando el comercio de los libros con innobles servidumbres y semillas infecciosas. En las inmensas galerías de las grandes superficies comerciales, la Biblia, el Corán, y las obras de sabiduría budista se encuentran en los mismos estantes que los libros de cartomancia, espiritismo y astrología. Las novelas de Conrad o Kafka alternan con best-sellers producidos, sin cesar, en cantidades masivas (calificativo que ya dice lo que dice sobre la naturaleza misma de esos productos), con la complicidad culpable de las industrias de incomunicación de masas. En las desérticas salas de espera de los aeropuertos, se amontonan cantidades industriales de cosas de colores chillones, donde no siempre es fácil encontrar los antiguos libros, perdidos entre la vorágine de los innumerables objetos que los sustituyen, tomando su forma y apariencia para mejor malversar y pudrir los frutos de la palabra. Toda la obra de Paz, sus ensayos y sus críticas, su poesía, sus lecciones y conferencias, son una obra de resistencia física, moral, carnal y espiritual, contra ese proceso infernal de erosión y exterminio de las antiguas cosas del espíritu, culminando con otra inquietante amenaza: el hundimiento del concepto mismo de amor, donde había florecido nuestra civilización, entre la poesía andalusí y la provenzal, suplantado, en creciente medida, por un relativismo moral que corre parejo al comercio ofensivo y agresivo de imágenes degradantes y pornográficas. Pornografía literaria y pornografía erótica, dos caras de un mismo proceso de servidumbre envilecida.
Ese proceso se aceleró de manera vertiginosa entre mis primeras visitas a Paz, en México, por los años de Renga y El simio gramático, y nuestros últimos diálogos telefónicos, en París, con motivo de una exposición de su esposa, Marie José, poco antes o poco después de la versión francesa de La llama doble. El Paz que me recibía en su casa mexicana todavía parecía confiar en la ilusión libertaria que se propagó en París, en Berkeley, etc., hacia 1968, con muy diversas y volátiles manifestaciones. Paz explicaba aquellas algaradas con una pasión y sabiduría que comportaban una cierta complicidad, confiriéndoles el aura de una ilusoria eternidad. Hablando de Fourier y De Quincey, Paz daba a aquellas insubordinaciones juveniles su rostro más bello, esperando, quizá, que fuesen el principio de nuevas formas de liberación. Con el paso del tiempo, pudiera pensarse que el fuego fatuo de aquellos estallidos juveniles no llegó a ser una profecía ni la culminación de un sueño feliz, sino el principio de una nueva pesadilla infernal: el consumo ritual de marihuana preludiaba la internacionalización criminal del mercado de la droga; la liberación definitiva de la mujer coincidía con un envilecimiento más atroz de su figura y condición, explotada en otras cárceles, iluminadas a todo color, donde las imágenes obscenas ocultan la realidad vil y desalmada de las industrias del turismo sexual, la publicidad desalmada, la prostitución industrial y virtual. Mi primera o segunda visita a Paz coincidió con un viaje México, para cubrir el fin diplomático de las relaciones privilegiadas que permitieron la brevísima existencia de la revista España peregrina: el fin de las relaciones entre el Estado mexicano y los últimos vestigios administrativos de la antigua República española, para que pudieran establecerse, poco más tarde, unas relaciones de nuevo cuño entre México y España. Y allí me crucé por última vez, profesionalmente, con Juan Luis Cebrián, haciendo antesala en el palacio presidencial donde ambos hicimos la misma entrevista histórica al mismo jefe de Estado, con distintos objetivos. Juan Luis comenzaba a paso de carga la fulgurante carrera de su nuevo periódico. Mientras que, para mí, aquella entrevista con un presidente mexicano, de la que era imprescindible callar lo único que me parecía interesante, por entonces (la corrupción de su régimen, sus barrocas aventuras amorosas, la canalla que lo rodeaba y a mí me permitió conseguir la entrevista, adulando a unos viejos crápulas salidos directamente de la fauna de Tirano Banderas), era un simple pretexto para poder quedarme en México, unos días, dialogando con la vieja guardia del exilio, cuyos nombres y direcciones me había facilitado Manuel Andujar, y poder escuchar a Ramón Xirau y Octavio Paz, descubriéndome nuevos mundos y conflictos. Paz respetaba y ennoblecía todo aquello que fuese joven y nuevo, y él tocaba con la gracia de una visión sin duda profética, trasmitiendo a su interlocutor, fascinado, la ilusión de participar, con sus garabatos (expresión última de ciertas vanguardias, que Paz podía contemplar con el mismo respeto de un visitante, intimidado, ante una de las estancias de Rafael, en el Vaticano, que hubiesen sido abiertas para él, en un gesto de rarísima liberalidad), en la marcha jubilosa y radiante de la historia del arte que vendría. El joven aprendiz de poeta, o escritor, perdido por su vanidad y la muda generosidad con que el maestro contemplaba sus jeroglíficos, no siempre discernía la finura diplomática de Paz, intentando respetar y comprender, sin romper el fragilísimo espejo donde cada nuevo escritor que llega busca su rostro de Narciso, atormentado por la nadería de una figura pasajera que deja el invisible rostro de nadie.
Hay privilegios cuya factura el tiempo nos pasa con muy gravosos intereses, cobrados con brutalidad inesperada. Entrevistar muy prematuramente a un jefe de Estado, codearse con el director de un periódico de referencia, dialogar (o creer que se dialoga, sin percibir la distancia insalvable que nos separa de un anfitrión que oculta ese abismo con su exquisita cortesía), dialogar con alguien que, no es un secreto, ha contribuido a rescribir la historia de la poesía moderna, eran, para mí, drogas muy duras que me enseñaron muchas cosas, como dudarlo, que no podría entender ni comprender, hasta mucho más tarde, perdido como estaba, entonces, persiguiendo unos fantasmas que ese tipo de encuentros y familiaridades contribuían a descarriar, alimentando las más bajas pasiones, sin cesar renovadas con nuevos encuentros y viajes. Siempre ignoré, por ejemplo, porque venturosa razón Guillermo Díaz Plaja y Juan Ramón Masoliver (que podían ser mis padres, si no mis abuelos, y a quienes yo apenas conocía, muy poco, de unos encuentros de crítica literaria celebrados en Sitges, donde yo había oficiado de alevín descarriado) me cooptaron para realizar, con ellos, y con Elena Vidal (que era tan joven como yo, pero poseía otras cartas de visita, comenzando por su trilingüismo ruso, castellano y catalán) un viaje a la antigua URSS, que debía conducirnos a Moscú, San Petesburgo y Tbilisi. Pero lo cierto es que los tres me recibieron con los brazos abiertos, aceptando mi atolondrada suficiencia con amistosa resignación, salvándome, una y otra vez, de los sucesivos atolladeros donde me precipitaba mi mala cabeza. En Moscú, por ejemplo, fuimos recibidos en la antigua residencia oficial de la Unión de escritores (que se encontraba, vaya usted a saber porqué, en el antiguo palacio de los Rostov, donde Tolstoi sitúa la morada de la saga familiar con la que se abre Guerra y Paz y es el escenario de algunas de las memorables veladas que habían encantado mi todavía bien próxima adolescencia, corriendo, siempre, tras los fantasmas descarriados en aquel laberinto de polvorientos pasillos deshabitados, con incontables armarios bien repletos de harpías y cadáveres), donde, tras una reunión plenaria, entre la delegación española (en representación, ahora caigo, de la asociación de críticos literarios, de la que Masoliver me había nombrado secretario) y la delegación soviética, un amable colega deseó volver a leer mi pedregosa intervención, y, como no deseaba desprenderme de mi original, me dirigí a quien parecía mandar, preguntando dónde podíamos hacer una fotocopia. Aquel personaje fingió no escucharme y se dirigió precipitadamente hacia otro grupo; con lo cual, comencé a preguntar a quienes me encontraba, por los pasillos, donde podía encontrar una fotocopiadora. Hasta que, prudente, Guillermo Díaz Plaja me cogió por el brazo para llamarme al orden y limitar los destrozos de mi desenvuelta ignorancia: Deja de ser tan impertinente, por favor. Aquí está prohibido hacer fotocopias. Y estás dando la nota con tu pesadez. Deja de llamar la atención, hombre. Días más tarde, en San Petesburgo, asistimos a una comida de cierto relumbrón, en nuestro honor. A lo largo de todo el viaje, era de obligado rigor que se pronunciasen discursos y brindis, que Guillermo pronunciaba en nuestro nombre, con mucha finura. Pero, en San Petesburgo, los anfitriones rusos (entre los que no se encontraba Joseph Brodsky, que por entonces comenzaba a tener problemas con la canalla que a nosotros nos recibía a cuerpo de rey) se empeñaron en que todos los miembros de la delegación española debíamos pronunciar unas palabras. Cuando me llegó el turno, yo estaba ligeramente ebrio y no se me ocurrió otra cosa que comenzar por decir que, en la ciudad donde todavía podía visitarse un navío de guerra inmoralizado por los marineros de Krodstadt, era imprescindible recordar la influencia de Bakunin en la España finisecular… horrorizada por el tono que tomaba mi intervención, Helena me dio una severísima patada en los tobillos, y le dijo al intérprete que hacia la traducción simultánea: No se moleste. Yo continuaré. Como no sabía ruso, no pude apreciar con precisión la calidad del trabajo de Helena, avergonzado como estaba, por otra parte, por llevar tan mal aquellos ágapes, imprescindibles para continuar y conducir a buen puerto, hasta el fin, un viaje que todavía estaba lejos de concluir. De regreso a Moscú, me obstiné en no participar en un coloquio con poeta-tractoristas (o conductores de tractores que escribían poesía, tanto da), porque deseaba visitar el palacio de la antigua familia de Kropotkin… en esta ocasión, fue Masoliver quién me salvó, proclamándose monárquico-anarquista, y diciendo que él también deseaba hacer la misma peregrinación. El viaje continuó hasta Tbilisi, la antigua Tiflis, donde descubrí la institución del tamadá (¿se escribe así…?), una suerte de maestro de ceremonias cuya primera misión era/es procurar la buena marcha del ágape/comida, proponiendo sucesivos brindis, por la fraternidad de los pueblos, la fraternidad entre las delegaciones presentes, la fraternidad entre los camaradas secretarios generales, la fraternidad de las esposas de los camaradas secretarios generales, la fraternidad de todos y cada uno de los camaradas allí presentes, para terminar, tras varias horas de brindis, comiendo y bebiendo, sin cesar, con un penúltimo brindis por la fraternidad y belleza de todas las mujeres allí reunidas. Ese tipo de diálogos y fraternidad eran propicios a todo tipo de locuras. Al final de una comida inolvidable, en una aldea de la Georgia profunda, una señora de cierta edad me trajo a su hija, una poetisa que escribía en georgiano y me daba su dirección, porque deseaba huir de su pueblo, buscando un novio, poeta, de preferencia, en algún país europeo. El día de nuestra despedida, otra poetisa georgiana, jovencísima y ya gordísima e infeliz, me preguntó, en un francés tan aproximado como el mío, si podía hacerme una petición y un regalo: deseaba que le enviase mis libros y los libros de mis amigos escritores, porque anhelaba conocer otros mundos, para ella y para los suyos; y, a cambio, me regalaba una edición bilingüe, en inglés y georgiano, de El caballero de la piel de tigre, el gran poema épico de su patria, escrito por Shota Rustaveli. Cuando nos separamos, sin habernos conocido, más allá de cruzar amistosas y convencionales palabras, aquella mujer me abrazó, desconsolada y en lágrimas, que era su manera de decirme que bien sabia ella que no volveríamos a vernos nunca y que su petición era una locura.
Durante muchos años, pensé que algún día volvería a Moscú, a San Petesburgo, a Tbilisi, a Samarcanda. Y aquella vieja edición bilingüe de El caballero de la piel de tigre me acompañó y me acompaña, desde entonces, como una joya preciosa, que guardo, como un talismán que me basta abrir, de nuevo, para permitirme contemplar, en todo su purísimo esplendor, las gracias y los dones que aquella mujer joven, gordísima y avejentada prematuramente, me había dado con su abrazo y sus lágrimas. No sé si es Rilke, o Mallarmé, quien nos habla del libro que vendrá. Cierro los ojos, y escucho la silenciosa voz de mi invisible y desconocida amiga georgiana, perdida en la lejanía de su patria, caída de hinojos en las cenizas de una espantosa guerra, que no sé, a ciencia cierta, si fue, ha sido o continuará siendo una guerra civil, o una guerra de liberación nacional. Sus lágrimas me decían y me dicen algo más hondo, que no puede decirse con palabras. Quizá porque las lágrimas fluyen, como un bálsamo, cuando ya se han dicho todas las palabras. Y todo ha sido inútil, y no quedan palabras por decir ni utilizar. Y un ser humano que tiembla se pone a llorar, quizá porque sus lágrimas sean su último intento de comunicarnos algo, cuando ya no existen más palabras y las lágrimas nos transmiten una brizna del gozo, el amor, la tristeza, la soledad, el dolor, el recuerdo, el placer, el adiós, del ser que agoniza en nuestros brazos, pidiendo socorro, en vano. Siendo un desconocido, para ella, aquella mujer me daba un libro, con sus lágrimas, como si hubiese deseado transmitirme algo, y hacerme depositario de un tesoro que no nos pertenecía, ni a ella ni a mí, pero ambos podíamos compartir, quizá, sin haber llegado a conocernos, a través de la lectura. En otra ocasión, muy próxima en el tiempo, pero lejanísima en el espacio, en las afueras de Quetzaltenango, en una Guatemala amenazada por la desaparición de sus lenguas, condenadas al exterminio, inexorable, por ser lenguas no escritas, en su inmensa mayoría, otra mujer, una niña, india, de doce o trece años, quiso regalarme su Biblia, una traducción a una lengua maya, heredada de sus padres, asesinados, o desaparecidos; aquella niña deseaba darme su libro, lo único que había heredado de sus padres, porque había escuchado mis comentarios, denunciando aquella pobreza sin medida ni fin. Aquella niña india de ojos negros tenia unas trenzas muy delicadas y elegantes, llevaba un vestido blanco, modesto y pulcro, y apenas hablaba una de las lenguas mayas de su patria; pero había aprendido a leer y escribir y sorprendía a sus maestros recitando poemas dichos en una lengua que ellos desconocían, pero era la lengua que ella había aprendido de su madre, antes que su madre fuese asesinada, o desapareciese, sin dejar otro rastro que una niña abandonada y sin familia. Aquella niña quería que yo aceptase su Biblia, donde había ocultado varios poemas manuscritos, escritos en su lengua materna. Ella no lloraba; y me miraba de frente, a los ojos, interrogándome con nobleza, sin que yo pudiera responderle. Era yo el que sentía vergüenza, por mí, por todos nosotros, que habíamos llegado a Guatemala vaya usted a saber con que absurda finalidad. Y habíamos deseado conocer o saber algo de aquella tierra, donde se comía langosta a un precio irrisorio, si se tenían dólares para pagarla, donde los prostíbulos apenas tenían el precio de una revista pornográfica, donde las lenguas mayas desaparecían con los últimos hombres que las hablaban, perdidos en sus amenazadas selvas, pasto inmediato para las fumigadoras y el progreso, negándose a creer en el confort y la hipócrita piedad de nuestras creencias, nuestras medicinas y nuestra higiene. Nosotros éramos incapaces de leer ni llorar abriendo las páginas de un poema georgiano o una Biblia maya… Capítulo 21 del Retrato del artista en el destierro.
- Octavio Paz: España y Europa, víctimas de euroforia.
- Octavio Paz, la crisis, el amor y el trabajo de poetas y novelistas.
- Octavio Paz en La Pléiade.
- Octavio Paz, la muerte de la literatura y la degradación de España a través de la industria editorial.
- La crisis anunciada por Octavio Paz.
- Imprescindibles para sobrevivir en este Infierno.
Deja una respuesta