Calle de Postas, 18 diciembre 2019. Foto JPQ.
Todo comenzó hace siglos…
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Madrid comenzó a recibir pescado fresco hacia el siglo XVI. Llegaba, del Cantábrico, en unas condiciones que hacían aconsejable cocinarlo con rapidez.
Quizá el rebozado, los fritos y salazones permitían disimular y preservar. El besugo, los calamares, entre otros productos del mar (mariscos), pudieron beneficiarse de la sabiduría popular gallega y andaluza.
Grabados e ilustraciones del XIX contaron cómo los puestos de venta de pollos, pavos y pescado comenzaron a proliferar en la Plaza Mayor y todo el Madrid de los Austrias.
Entre los años 20 y 30 del siglo XX el bocata de calamares comenzó a convertirse una “institución” anónima y emblemática de los Madriles (expresión utilizada por Galdós), que Ramón Gómez de la Serna fue uno de los primeros en glosar en términos de solidaridad proleta, algo así:
“Olor a calamares fritos: ingestión de bocadillo virtual”.
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“Esos bocadillos con escasa tajada entre pan y pan parecen tener hambre”.
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“Cuando comemos calamares fritos en forma de pulsera empulseramos al estómago”.
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