Línea 3 del metro de París, a la altura de la estación Villiers, 24 febrero 2022. Foto JPQ.
Personalmente, estuve en el Consulado de España en el Boulevard Malesherbes, donde nadie parecía seguir con inquietud la sucesión de acontecimientos.
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De vuelta a casa, tomé las líneas 3 y 4 del metro, donde imperaba una calma y silencio considerables.
Quiere el azar que el actual Consulado esté bastante próximo del 34 – 36 del Boulevard de Courcelles, donde estaba la antigua embajada de España, en en el antiguo Hotel / Palacio Lambert de Sainte-Croix, frente al Parque Monceau, donde viví unos años, en la muy proustiana rue Monceau.
El jovencísimo Agustí Calvet, el futuro Gaziel, uno de los grandes periodistas españoles del siglo XX, visitió apresuradamente esa embajada el día del estallido de la Primera guerra mundial. Dejó un testimonio único en su legendario Diario de un estudiante en París, 1914:
Sábado, 1 de agosto de 1914
Esta mañana, con el corazón oscurecido después de leer, en la buhardilla donde tengo mi celda de estudiante novicio de filosofía, el periódico que la sirvienta me acababa de traer con el desayuno, he escrito a un amigo, el marqués de Saint-Ange, que vive en su château de Villecerf, en los alrededores de París: «Cuando usted reciba esta carta, la guerra se habrá declarado». El marqués recibirá mi carta mañana. Y esta tarde ya he visto, en efecto, expuesta en la puerta de la comisaría de Saint-Germain-des-Prés, la orden de movilización general. Un puñado de hombres, ricos y pobres, viejos y jóvenes, la leían ávidamente, en silencio. Después, inclinando la cabeza, se iban abatidos, cada uno por su lado, sin hacer comentarios. Hoy también hemos sabido que Alemania ha declarado la guerra a Rusia. Ya no queda ninguna esperanza.
Nada más ver la orden de movilización, he desandado el camino para explicárselo a mi amigo Martorell, catalán como yo y también estudiante, que tiene su cuarto de huésped pared con pared al mío; y los dos hemos ido en seguida a la embajada de España. A duras penas podemos llegar al bulevar de Courcelles, porque el servicio público de autobuses, reservado por el Gobierno para el transporte de tropas, está totalmente suspendido, y el enorme tráfico ciudadano de París, que recorre grandes distancias, sólo puede hacerse bajo tierra, usando el metropolitano. La aglomeración aquí es algo nunca visto, sobre todo por la extraña severidad y el mutismo de los que van y vienen. Todo el mundo parece moverse con una fiebre obsesiva, aparentemente sin motivo, como hacen las hormigas en los hormigueros súbitamente desbaratados.
En la embajada española hemos preguntado qué disposiciones había tomado el gobierno de Francia para los extranjeros que aquí vivimos. Un funcionario correctísimo, pero de aire ausente, como si fuera un habitante de la Luna, nos ha dado esta única respuesta: «Aquí todavía no sabemos nada».
Las negritas son mías.
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