RG, Los baños del Tevere, 1971.
Lo repito con una fe intacta: Ramón Gaya ocupa un puesto único en la historia del arte del siglo XX. Su obra, le decía a un amigo, crea la ilusión de una fraternidad.
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Me llega el último número, nº 52, de el museo. papeles de información del museo ramón gaya, donde razono tal convicción, que viene de lejos, de este modo:
GAYA Y LA GEOMETRÍA DE LOS CEREZOS EN FLOR
Parodiando con una brizna de ironía a Gertrude Stein, pudiera pensarse que es sensato escribir: “Jazmín es un jazmín es un jazmín es un jazmín”. A la espera que la palabra jazmín, o Rosa, en el caso de Mrs. Stein, pudiera contener en solo seis letras la geometría íntima del jazmín, indisociable de la geometría y arquitectura general de la creación.
Sin embargo, los acuarelistas chinos de la época clásica sabían que, siendo idéntico y monótono, cada despertar del día es siempre distinto y único: la luz llega para vestir todas las cosas creadas con unos colores idénticos y sin cesar nacidos, virginales. El pintor moja sus pinceles en una paleta de colores que siendo escasos en número tienen infinitos matices. Y solo llegan a componer una obra de arte a través de un largo trabajo de aprendizaje, búsqueda e iluminación.
A lo largo de los siglos, la luz del alba o el ocaso, el blanco rosáceo de los almendros o los cerezos en flor, la silueta del cuerpo de la mujer desnuda, nos hablan siempre del misterio gozoso de la creación: contemplamos en todo su esplendor una evidencia carnal.
Evidencia indisociable de la vista, el tacto, el olfato, el oído, los atributos que dan a nuestro rostro su identidad íntima. Cada rostro es el reflejo de un alma, construida a través de la educación de la mirada, el gusto y cultivos de los sabores palatales u olfativos, la iniciación a la armonía musical de los sonidos. Sin esos atributos materiales del alma, la persona humana se degrada en algo más propio del rebaño o el establo: el gusto, la sensibilidad, la huella humana, se convierten en cosas abstractas, si no desalmadas.
Con la ¿transitoria? desaparición de la figura humana en la historia del arte, buena parte de la pintura del siglo XX y comienzos del siglo XXI se despeña por ese insondable abismo. Desde muy temprano, desde su atormentado paso por Cardesse, camino del destierro, si no desde mucho antes, Ramón Gaya trabaja, hasta el fin, en ese tema central de la historia del arte: la pintura de la luz, la repetición indefinida y sin fin de ciertos temas clásicos (un vaso, unos jazmines; el pañuelo de una infanta; un ramo de flores, en un vaso transparente, etc.), cuyo cultivo es un acto de heroísmo, un gesto de piedad votiva y una celebración del Gran arte.
En el momento álgido del triunfo imperial de las vanguardias (mucho antes que tales escuelas comenzaran a devorarse entre ellas de manera saturnal, hasta precipitarse en un atroz campo de batalla sembrado de escuelas difuntas) Gaya se instala en una heroica soledad, apenas pertrechado con unos pinceles, algunos cuadernos de dibujo, lápices y humildes paletas de colores.
Alejándose de todas las tentaciones, escuelas y sirenas de su tiempo, Gaya no solo obedece a íntimas convicciones. También es una manera muy suya de rendir homenaje a los artistas y maestros artesanos de amenazadas disciplinas, camino de un destierro material e inmaterial, caídas en el cementerio de incontables tumbas igualmente profanadas. “Un musée national est une communion”, había escrito Baudelaire. España sería algo mucho más torvo y deshilachado sin el Prado, insiste Gaya. Recordando lo esencial: solo la frecuentación del Museo nos permite saber quienes somos y de donde venimos; si es que todavía aspiramos a existir como individuos con una identidad propia, singular.
Volviendo al Museo, Gaya visita una y otra vez los mismos maestros. Aprender a pintar un par de huevos fritos, recordar el albo carmín de los labios de una mujer, celebrar el blanco inmaculado de un pañuelo, admirar el garbo de una figura humana, son tareas eminentemente éticas. Nos enseñan a salvar y redimir viejas técnicas y artesanías. Nos recuerdan algo tan imprescindible como la urgente necesidad de preservar la fe en el misterio de la creación.
Quizá esté mal explorada esa parte íntima de la obra de Gaya en la que el pintor vuelve con mucho amor a ciertos temas religiosos y murcianos, a un tiempo: algunos de sus ángeles vienen de Salcillo; algunas escenas de la Pasión o los Evangelios están ungidas por la cegadora luz de la huerta de la Fuensanta, que también fue la luz de algunos místicos musulmanes, judíos y cristianos.
La fe de Gaya es la de Spinoza y los acuarelistas chinos de la época clásica, a la que tantos y felices homenajes filiales ha rendido. Para Gaya, antes que una técnica, la pintura es una fe: una fe mesiánica en el Gran arte, indisociable de todas las cosas de la creación. Ya que todas las cosas en verdad creadas (y no “construidas”, “pensadas”, “fabricadas”) establecen una íntima relación matemática, geométrica, arquitectónica, espiritual, entre todas las cosas visibles e invisibles de la creación.
En definitiva, las luces del alba, la silueta del cuerpo humano, los colores y la geometría de los cerezos en flor, nos hablan a cada instante de las luces, contornos y geometría del cosmos y las estrellas. Y esa contemplación encantada también es un acto de piedad votiva, religiosa: comunión que aspira a transmitir una fe. La fe del hombre libre capaz de crear cosas animadas de un fulgor que transmite y siembra, sin cesar, las semillas de un arte de crear, vivir y morir con gracia. De ahí, quizá, que los creyentes en la obra de Gaya estemos poseídos por la ilusión feliz de una fraternidad.
Antonio says
Doy fe de la creencia de Gaya en el arte.
Hace poco le escuché, virtualmente, que nadie quiere que hagas la obra que tienes entre las manos, así que el artista está solo y en lucha con el resto.
Lo único que no me gustó de tus palabras fue el rastro de crítica a la deshumanización orteguiana del arte.
No sé si te entendí bien.
Creo que es bueno que en el arte haya protagonistas y antagonistas, que exista Gaya y las saturnales vanguardias ahora algo despistadas.
JP Quiñonero says
Pero Antonio…
A Ortega se le escapó todo el arte de su tiempo: ¡no “vió” a Picassooo…! No hablemos de dadaístas, surrealistas, expresionistas abstractos, etc… Tampoco vió a Gaya. El ensayo de Gaya sobre Velázquez es uno de los libros más importantes que se han escrito jamás sobre pintura, en Carpetovetonia y sus alrededores…
Todos somos contemporáneos forzosos de nosotros mismos y de quienes pintan otras cosas: ¡hay infinidad de maestros de distintas sensibilidades!. El problema policial es que por esos andurriales también hay comisarios con la pistola al cinto, ARCO no convence al Roto ni a Le Monde.
Q.-
Luis Rivera says
Tenemos la suerte de tener a Gaya. No es una boutade. Tienes razón: su libro sobre Velazquez en el que relata la maestría de la luz y el aire, es único. No hay trabajos sobre el arte, porque no hay gente como Gaya. Este mundo español de individuos, y al escribir esto pienso en cansino Asens, por ejemplo, tan solos, tan abandonados. El arte se aprende en las escuelas de arte y los alumnos, al mirar una pintura son capaces de recitar la ficha técnica, que determina bondad o no. No hay ojos. En todo amante de la pintura debiera residir al mismo tiempo, un hombre informado y un autodidacta: un académico y un heterodoxo. Pero creo que ya no.
maty says
El problema de Gaya y tantos otros es que han carecido y carecen de VISIBILIDAD. Ahora, gracias a internet, pueden ser conocidos sin tener que pasar por el tamiz impuesto desde los medios de (in)comunicación tradicionales y nuevos (digitales). Simplemente, la gente de la Cultura ha de entender la revolución que supone internet y sacarle partido.
Hasta hace unos años, no sabía quien era Ramon Gaya, ni Santayana ni… tantos otros nombres. Gracias a esta bitácora estoy conociendo otras realidades a las que no tenía acceso. En la red hay mucho ruido, cierto, pero poco a poco los espacios que ofrecen contenidos/servicios de calidad van consolidándose, sólo hay que ser tenaz. De la noche a la mañana no se puede cambiar una inercia de siglos.
Ramón Machón says
Luis,
Es muy cierto lo que dices de que en todo amante de la pintura debiera residir al mismo tiempo, un hombre informado y un autodidacta: un académico y un heterodoxo. Y extendería estas dos condiciones a todo en la vida: las demás artes, la literatura… Aunque no me gusta el término autodidacta, creo entender que te refieres con él a lo que se descubre y aprende en soledad, sin la que no hay arte que valga…
Luis Rivera says
Ramón: si, esa es la intención del uso de «autodidacta» en este caso.