Terraza de Lucio, 1962 – 1990. Óleo sobre tabla, 172 x 207 cm.
Antonio López, CJC y la redención de Caína.
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Obligado lugar común, calificar a Antonio López de pintor realista sigue siendo la manera más simple de ignorar y ocultar el sentido último de su obra, su trabajo, su puesto en la historia del arte español y universal.
La gran retrospectiva del Museo Thyssen-Bornemisza nos invita a repensar la verdadera naturaleza, menos convencional, de ese majestuoso legado artístico, poderosa obra en construcción, sin cesar comenzando.
De entrada, obligados matices: el realismo de Antonio López tiene muchos flecos oníricos, metafísicos, con palmarias relaciones con los metafísicos italianos, los surrealistas belgas, los muy distintos e indispensables realismos españoles y europeos de entre guerras.
Tras esa evidencia, cuestiones de método, que el artista resume de este modo:
“Yo no sé bien cuando acabo un cuadro. Hasta el año sesenta aproximadamente, yo tenía un control total sobre el cuadro, hacía de él lo que quería a partir de unas ideas que quería expresar. Sabía bien cuando lo terminaba. Pero desde el sesenta pinto directamente del natural, y tengo mucha dificultad para saberlo. Es muy difícil; tengo la sensación de que nunca lo acabo. Trabajo a partir del tema añadiendo cosas, tratando de profundizar en él, pero el motivo sobre el que trabajo tiene tal grandeza, es tan amplio y cambiante que nunca tengo la sensación de haber llegado al final…”
En bastante medida, el trabajo de Antonio López recuerda a los grandes acuarelistas chinos de la época clásica: la luz, el paisaje, un árbol, una montaña, son manifestaciones de lo divino, que es la creación toda. A juicio de los budistas y de Spinoza, Dios es la totalidad de las cosas visibles e invisibles, todas las cosas creadas y por crear. Contemplando lo real, el artista entra en comunión con una realidad y arquitectura invisibles, mucho más perdurables y duraderas, bien presentes en lo visible, si sabemos mirar más allá de lo real, evidente y fugitivo.
Antonio López describe ese proceso creador hablando de una obra muy mayor, Terraza de Lucio, 1962 – 1990:
“Allí, en el ático, vivían Lucio Muñoz y Amalia Avia. Su hijo mayor, Lucio, tenía un año, y empecé ese cuadro con el propósito de pintarlos en una terraza, junto a Eusebio Sempere, que solía visitarlos. Eran unas personas amigas, muy jóvenes, en un momento feliz de su vida. Empecé pintando las paredes, el suelo, las jardineras llenas de flores. Trabajé en ese escenario un par de primaveras y por algún motivo abandoné el proyecto. Muchos años después tuve la oportunidad de volver a ese ático. Lucio y Amalia ya no vivían allá. Aquello había cambiado mucho, no los elementos, que seguían siendo los mismos, sino su aspecto y quizá también mi mirada. Ese cambio me impresionó tanto que pedí permiso al nuevo dueño y reanudé el trabajo, desde esa nueva impresión. He tenido que reformar casi todo el cuadro, añadiendo por arriba, por abajo, por la izquierda, para centrar la confluencia de líneas de fuga de la escena. El protagonista es ahora la mordedura del tiempo en las paredes, la grieta de la calle oscura, el muro de la terraza de cemento granulado que se viene encima hacia la izquierda, hasta poderlo tocar”.
Casi todo está dicho. A través de la contemplación sucesiva de un mismo paisaje, cambiante (durante más de veintiocho años), el artista pinta, refleja, da luz, ilumina la realidad invisible de sus emociones íntimas, en comunión con un paisaje, una escena, cuyos principales protagonistas (los amigos idos del artista) están ausentes.
A través de la sucesiva contemplación de una realidad cambiante, con el paso de los años (veintiocho), el pintor construye un paisaje que es una elegía y una epifanía.
Elegía por los amigos idos. Anunciación de un mundo ya para siempre nuevo e inmortal, construido con dolor y tenacidad. El paisaje de la ciudad ha cambiado. Los amigos se fueron. La luz y las flores, cuidadas con primor, nos hablan del amor que perdura más allá de la muerte en la Égloga de Garcilaso: el arte redime y salva la condición histórica y temporal, forzosamente, de una realidad cuya fugacidad estéril cobra su sentido último a través de la obra de arte.
El joven Antonio López de 1958 ya sabía, sin saberlo, todavía, que su realismo era la manera más noble de construir un mundo nuevo. Desde su modesto taller doméstico, la perspectiva íntima de su pueblo (Tomelloso) se confunde con la silueta y la gracia de una cabeza griega del siglo V y el vestido azul de una mujer cuya aérea silueta nos recuerda que hay otros mundos, pero están en este: el cuerpo femenino nos habla de la silueta más íntima y carnal del origen del mundo. Eros y Logos, De la lucha contra el Estado, en el lecho.
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Cabeza griega y vestido azul, 1958 (intervenido en 2011). Óleo sobre tabla, 74.2 x 97.5 cm.
- Arte en este Infierno.
Oarso says
¡Cómo disfruto en tu Infierno…!
JP Quiñonero says
Oarso,
A mí me ha hecho ilusión descubrir tu recuerdo del Plateau des Glières… yo mismo había recordado que allí hay un Sendero de los españoles… en ese sendero cayó algún personaje de mi nueva novela, Dark Lady,
Q.-
Irene says
Una lectura sensible y heterodoxa de ALópez, que se agradece. Hay en sus cuadros una intensidad que a menudo recuerda el superrealismo, denominación que debería haberse conservado para el surrealismo, que así se le decía en los años veinte y treinta por estos pagos nuestros. Y luego hay en López una mirada propia que apuesta por la resistencia y la duración, como bien dices…
JP Quiñonero says
Irene,
Qué alegría, tus palabras, tan generosas y sabias,
Q.-
Armando says
El Sol del Membrillo, de Víctor Erice
JP Quiñonero says
Armando,
Una referencia básica, claro, muy de agradecer,
Q.-