Perdido en el océano de una oscura tela de araña universal -aunque muy versados en la cotización bursátil de sus pequeñeces- uno de los modelos más “acreditados” del artista contemporáneo es incapaz de tirarse a la calle, para mirar, aprender y participar con sus creaciones en la fiesta callejera del Carnaval.
Solo recuerdo -y me gustaría equivocarme, anónimo lector- el caso todavía reciente -¿de hace veinte años?- de Joan Brossa, pronto sepultado en cementerio burocrático.
¿Qué no harían grandes creadores como John Hartfield, Otto Dix, Max Beckmann, o George Grosz con catástrofes tan inmediatas como el terremoto de Lorca -a 11 kilómetros de mi Totana natal- o el hundimiento del Carmel en Barcelona, que de manera tan cruda dejan al descubierto la insolidaridad rampante y la criminalidad virtual de la burocracia más ciega, convertidas en detergente ideológico distribuido por los medios publicitarios de incomunicación de masas?
¿Qué foto montaje hubiera concebido Hartfield con tragedias de ese tipo, a las que son tan insensibles nuestros “artistas”? ¿Cómo olvidar el puesto del Carnaval en la historia de tantas semillas del gran arte de nuestra civilización, como nos recuerda la expo inaugurada días pasados en el Metropolitan neoyorquino?