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Georgia O’Keeffe, Yellow Cactus, 1929
En el Reina Sofía madrileño -muy alicaído, desde que no lo dirige Juan Manuel- se presenta la expo Nueva York y el arte moderno. Alfred Stieglitz y su círculo (1905-1930), que tanto me gustó cuando la vi en el Museo d’Orsay, el otoño pasado.
La vista del Flatiron Building de Stieglitz ilumina mi mesa de trabajo desde hace ¿cuántos años, ya?… casi tantos, si no muchos más, que el Borges de Richard Avedon.
Persiguiendo el fantasma de los Bulevares parisinos en los que se inspiraba Baudelaire para hablar de la vida moderna -que él imaginaba a través de los impresionistas- las imágenes de Stieglitz forman parte esencial de la gran imaginería de la metrópoli contemporánea, junto a los Diarios de Edmund Wilson y el Manhattan de Dos Passos.
Curiosamente, ni en París ni en Madrid subraya nadie la importancia que tuvo para Stieglitz el cuerpo, la mirada y la obra de Georgia O’Keeffe, su amante, su amiga, su esposa, su cómplice, tantas veces inmortalizada, desnuda. Las flores que ella pintaba desde los años veinte dialogan con las flores que él fotografiaba muchos años más tarde y forman parte del paisaje de New México y Santa Fe; donde ella nos recibió a un grupo de viajeros descarriados, ya viuda y sola, en su casa construida por Frank Lloyd Wrigh.
Desdichadamente, cuando tuve oportunidad de conocer y tomar café con O’Keeffe, estaba embarcado en la Nave de los locos vanguardista, y mi primera experiencia de aquel lejano viaje fue descubrir en el Museo de Filadelfia la majestuosa obra póstuma de Marcel Duchamp, tan desconocida, todavía.
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