Nos inquieta con razón la proliferación infecciosa de basuras, infectado la tierra, pudriendo los océanos, envenenando las especies.
Somos menos sensibles a la proliferación infecciosa de palabras, distribuidas a través de los medios de publicidad e incomunicación de masas, envenenando nuestra conciencia, imponiendo los órdenes éticos y estéticos de la germanía que mangonea el cotarro.
Y no me refiero tanto —-con ser una tragedia cainita—- a la lengua de chulos, matones, comisarios, bulderos y clérigos de muy distintas cofradías laicas. Tal basura es relativamente fácil de identificar.
Por momentos, quizá resulte más perversa la mercancía podrida envuelta en la sofística de los críticos más respetables, vendiendo —-ellos, tan críticos del “mercado”—- mercancías averiadas con el arte desalmado de la publicidad encubierta; silenciando esto o aquello, promocionando sin rubor las chucherías de la “casa” —-calificativo que algo tiene de mafioso—-, con la cínica alegría culpable de quien dice escribir para comer y nos invita a degustar sus hamburguesas infecciosas, pudriendo la difusión de “literatura” con su sofística publicitaria.