Sin título.
¿Qué pintar tras el expresionismo abstracto, la action painting y obras como la Nº 5 (1948), de Jackson Pollock, consagrada hace días como la obra de arte más cara de la historia..?
Hubo incontables respuestas y escuelas a tales incertidumbres, esenciales, para los jóvenes artistas norteamericanos de los años cincuenta y sesenta del siglo pasado, todavía perseguidos por las furias de las difuntas vanguardias de una y otra orilla del Atlántico. Entre quienes consideraron definitivamente muertas las viejas artesanías del lápiz, el carboncillo, el pincel o la acuarela, enterrada la antigua pintura “retiniana” en el panteón de los difuntos ilustres, Robert Rauschenberg tomó los caminos del Neo Dada y el Pop para mejor ampliar las nociones de arte, objeto artístico, “cuadro”, “escultura” o “composición”.
Riding Bikes, 1998
El centenar de “Combines”, de colecciones públicas y privadas, reunidas en el Centro Pompidou, entre las que se encuentran algunas obras emblemáticas, como la legendaria Monogram (1955-1958, una cabeza de cabra disecada y pintarrajeada, junto a un neumático de automóvil), ilustran de manera ejemplar una de las tareas esenciales del arte que llegó tras aquellas catástrofes: la redención épica del basurero universal, pantanoso cimiento de la Academia, el Museo y la Norma en curso de permanente construcción, empantanada, desde entonces.
Redención que comenzó siendo un trabajo arqueológico… visitar los basureros públicos en busca de objetos y joyas preciosos. Tinguely, Niki de Saint-Phale [Niki & Jean, arte, amor y encantamientos] y Rauschenberg encontraban en los basureros objetos que ellos rescataban, pulían, maquillaban, “restauraban” y volvían a presentar como obras de arte de nuevo cuño. Una bañera sucia, una bicicleta rota, una muñeca sin ojos ni pelo, una colección de fotografías, una bandera raída, una portada de revista porno, un neumático usado, un biombo destartalado, una cabra muerta, un pájaro disecado, unos zapatos usados, etc., etc., etc., podían convertirse en obras de arte, a través de la gracia de la mirada del artista.
ALMAS MUERTAS, A PRECIO DE GANGA
Ese rescate de los objetos caídos en la tierra baldía del cementerio de las cosas usadas, abandonadas, profanadas, modificó radicalmente la vieja y cínica noción del arte dadaísta. El urinario de Duchamp estaba inmaculadamente limpio: para mejor subrayar la nadería del arte convertido en mercancía. Los urinarios de Rauschenberg están irremediablemente sucios o pintarrajeados: el artista se deja seducir por los matices “humanistas” del desastre universal. Una cabra puramente disecada sería un objeto de mera decoración: pintarrajeada y atada a un neumático usado algo está diciendo de muy otra naturaleza.
Consumado el primer trabajo de campo y rescate arqueológico, Rauschenberg toca los restos del naufragio con técnicas más o menos tradicionales. La pobre cabra rescatada del infierno es maquillada con la ingenuidad un poco zafia de los niños que persiguen y torturan a los animales, creyendo que están jugando. La bandera nacional tiene un puesto de honor entre las miserias encontradas en un cubo de basura maloliente. Las señoras o señoritas de las revistas pornográficas se exponen con la elegancia de antiguas vestales de un templo profanado. Los ojos de vidrio de las muñecas reventadas con una estaca se exponen como maravillas de un mundo mágico. La intimidad de un biombo destartalado se colorea de manera chillona, para instalarse en la vía pública, donde se compran y se venden almas muertas, a precio de ganga.
FRESCOS DE UN MUNDO EN RUINAS
Niki de Saint-Phalle construía cosas angelicales con las cosas muertas rescatadas del basurero. Rauschenberg construye frescos épicos de un mundo en ruinas. Niki se maravillaba ante los ángeles con las alas manchadas de aceite quemado, salvados y cuidados con cariño en su museo onírico personal. Rauschenberg no se contenta con salvar de su fin material a una sola bañera sucia: amontona veinte, treinta, cuarenta, cincuenta bañeras sucias, exponiéndolas (no en el Pompidou, pero si en el Gugenheim bilbaíno) en forma de ataúdes de un cementerio nacional.
De ahí el tono épico de su obra. Sus temas de trabajo son siempre indisociables del panteón de los símbolos ilustres, la bandera de los EE.UU., los neumáticos de la fauna mecanizada, las aves disecadas de los parques nacionales, las imágenes de la gran metrópoli saturnal, la carne desnuda y troceada en los supermercados, el espíritu comprado y vendido en sobres o latas de sopa.
Rauschenberg quizá nunca fue un “pintor”. Pero su trabajo artístico está mucho más cerca de lo que pudiera parecer de la gran pintura épica de la tradición norteamericana. Los antiguos paisajes idílicos de una tierra virgen, por conquistar, han sido suplantados por inmensos paisajes de ruinas, cementerios de automóviles, hyper de almas muertas, campos de tierra profanada donde la lluvia ácida de la polución audiovisual alimenta la confusión de las lenguas, enloqueciendo a los hombres.
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“Combines”, de Robert Rauschenberg
Centre Pompidou, Paris. Hasta el 17 enero 2007
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