En vida, lo condenaron al ostracismo, el silencio, el olvido. Hoy descubren y comercian con los escritos que dejó, tras el suicidio, y ellos mismos habían ignorado interesadamente.
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Hace poco menos de dos años que André Gorz escribió su ya legendaria carta de amor: El amor, a los ochenta. Melancólico preludio al suicidio anunciado, André Gorz, In Memoriam.
Patriarca, entre otros, de una cierta ecología política de nuevo cuño, su triste suerte y recuperación vuelve a recordarme el paralelismo entre la desertización geográfica y la desertización moral, acelerada, en Caína, a través del terrorismo, la lucha contra el terrorismo, la corrupción y la muerte de los justos abandonados sin tumba en las ciudades profanadas y los cementerios de automóviles.
De ahí del paralelismo de las historias de André Gorz y Jorge Manrique, otra víctima de la desertización y una atroz catástrofe ecológica, en Toulouse, donde estalló una planta industrial causando estragos devastadores…
Muchas víctimas cayeron fulminadas por un rayo que se les colaba por las narices, la boca y las orejas, para quemar con ácidos letales su garganta, sus arterias y sus pulmones, dejando a los caídos moribundos a la puerta de sus hogares, en las aceras o a la entrada de modestas comunidades de vecinos. Entre los heridos más desafortunados fue inevitable la necesidad de intentar esgrimir una defensa jurídica común, que permitió entablar numerosos pleitos, pero cuya instrucción, proceso y espera de sentencia prolongaría la incertidumbre durante interminables años. Aunque, en la adversidad, las familias tocadas por la muerte se vieron forzadas a acogerse a cambiantes formas de reclamación; porque era muy diferente la naturaleza de los distintos males de la carne y los nervios que aquella nube de gases tóxicos amarillo mostaza propagó con una rapidez vertiginosa. Y no pocas dolencias tardaron mucho tiempo en manifestarse, ya que el mal tomó incontables formas, visibles e invisibles, ocultas, larvadas, en los confines del cuerpo y el alma. El miedo de los niños que, años más tarde, ya hombres, todavía se despertaban sobresaltados, poseídos por inquietantes pesadillas, no era fácil de comprender, confesar, contabilizar ni auscultar en su origen último. En muchos casos, las mujeres que trajeron al mundo niños deformes (concebidos con la loca alegría de quienes creían haber salvado la vida) cobraron indemnizaciones con las que renunciaban a toda exigencia de protesta o reclamación por los daños y perjuicios derivados de la locura podrida que había sido sembrada en sus entrañas, mientras ellas dormían. Entre aquellos despojos humanos, Jorge Manrique fue inmortalizado por una foto tomada de frente, caído por tierra, los brazos abiertos; como quien pide con urgencia la consumación definitiva de un encuentro anhelado, en vano, durante mucho tiempo. Aquella foto de agencia fue publicada en la primera página de La Depeche du Midi, porque los ojos en blanco, el rostro sereno y la ropa humilde pero digna de aquel desconocido daban a tanta desolación el emblema rarísimo de un hombre capaz de morir con dignidad. [ALLEGRO SUICIDA. 1. Variaciones sobre La cruzada de los albigenses. Una primavera atroz].
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