
Baroja y Azorín en el Colegio de España, París, 1937. Foto ¿?
Una historia, tan esencial en la historia de la cultura española …
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La Société des Hispanistes Français (SHF) acaba de publicar el vídeo de la mesa redonda sobre Pío Baroja organizada en Colegio de España por su director, Justo Zambrana.
En ese encuentro, consagrado a recordar el puesto central que París tiene en la vida y la obra de Baroja, participaron Xavier Escudero, autor de un ensayo importante, «Formes et visages de la décadence dans le roman espagnol contemporain de la fin du XXe au debut du XXIe siècle», Francisco Fuster, autor de dos ensayos de referencia, «Pío Baroja en París» y «Julio Camba. Una lección de periodismo», y Fernando Castillo, autor de una obra monumental sobre Madrid, «capital odiada» y numerosos ensayos sobre arte, cultura, viajes.
Vidéo de la table ronde sur Pío Baroja au Colegio de España.
Esta fue mi intervención:
BAROJA EN PARÍS
Don Pío Baroja dijo en sus Memorias lo esencial de sus relaciones con París y Francia:
«Casi desde que comencé a escribir he solido ir a París a pasar largas temporadas. No para conocer la ciudad, que, viéndola una vez, basta… sino para tener un punto de observación más ancho y más internacional que el nuestro. Si hubiera sabido inglés o alemán, hubiera ido con más frecuencia a Londres y a Berlin…».
La vida y la obra de Baroja también subrayan algo esencial sobre París, Francia y la cultura española contemporánea, desde 1808 a los años 50 y 60 del siglo XX.
Larra, Galdós, doña Emilia Pardo Bazán, los hermanos Manuel y Antonio Machado, Azorín, Valle Inclán, Unamuno, Josep Pla, Luis Buñuel, Gerardo Diego, Pedro Salinas, Jorge Guillén, Madariaga, Max Aub, Carles Riba, Josep Carner entre otros patriarcas de las culturas españolas contemporáneas, durante buena parte del siglo XIX, hasta mediados del siglo pasado, nos recuerdan el puesto esencial del viaje a París en la vida iniciática de muchísimos de los escritores españoles. Otro tanto podría decirse de los pintores, escultores y músicos, comenzando por Picasso, Manuel de Falla, Chillida.
Siguiendo la sentencia barojiana sobre su propia experiencia personal, entre los escritores españoles que sí sabían inglés, durante un siglo largo, Blanco White, Madariaga, Arturo Barea o Dámaso Alonso, fueron grandes intelectuales. Pero su influencia no es comparable a la de Baroja.
Entre los intelectuales españoles que leían alemán, Ortega ocupa un puesto olímpico. Pero temo que la influencia de la cultura alemana en España no tenga la importancia de la influencia francesa. Doña Emilia Pardo Bazán habla despectivamente de las exposiciones de Berlín, comparadas con la grandeza de las exposiciones parisinas.
Por el contrario, los jóvenes Juan Marsé, Juan Goytisolo o Fernando Arrabal huyen de la España de finales de los años 50 del siglo pasado por razones muy parecidas a las de Baroja: alejarse de una España endemoniada y descubrir otros mundos, en París.
En ese marco, incluso desde la perspectiva de las literaturas europeas y americanas, Baroja destaca por algo esencial: ningún poeta o novelista ha escrito tanto, con tanto amor, con tanta precisión y con tanto rigor histórico, sobre París, como don Pío.
Madariaga llegó a reprochar a Baroja su «notorio antagonismo hacia Francia». Temo que don Salvador conocía mal la obra barojiana.
Por el contrario, Mathilde Pomès, poeta, ensayista, hispanista emérita, que se cruzó en Granada con Manuel de Falla, y con Ramón Gómez de la Serna en París, recuerda, con motivo de la muerte de Baroja, el puesto esencial de París y Francia en su obra, insistiendo en sus relaciones con Galdós, Balzac, Stendhal, Dickens, Dostoïevski, Tourgueniev. Tras esas comparaciones, Mathilde Pomès escribía: «Sus obras ilustrarán todo un capítulo de la historia literaria española».
Siempre en París, por las mismas fechas, el vespertino Le Monde presentaba su necrológica barojiana con esta frase: «Pío Baroja, a quien ha llegado a llamarse el Dostoievski español, ha muerto en Madrid. El escritor español se negó a recibir los últimos sacramentos». Sin haber recibido los sagrados sacramentos, vaya usted a saber qué pudo pensar Baroja al descubrir que un diario parisino lo llamaba «el Dostoievski español».
Azorín también escribió muchísimo sobre la capital francesa. Pero la obra novelística y memorialística y don Pío son incomparables. Su legado literario, cultural, histórico, es indisociable de Francia, París, los viajes y vagabundeos parisinos de don Pío.
Azorín glosó París y la cultura francesa. A través de sus andanzas parisinas, por el contrario, Baroja escribe páginas esenciales sobre su vida más íntima, comenzando por el amor, para volver una y otra vez, desde la atalaya parisina, a las historias de España, Francia y Europa.
Don Pío describe sus tribulaciones íntimas, espirituales, filosóficas, incluso amorosas, de manera clínica, muy precisa.
Evocando el origen último de «El árbol de la ciencia», una de sus grandes novelas, Baroja escribe en sus Memorias: «Se me ocurrió la idea, y comencé a escribir la obra en París, en un pequeño hotel de la calle Vaugirard [ .. ] Vivía yo entonces en el Hotel de Normandía, en un cuartucho que daba a la calle y que parecía equipado con muebles de un Rastro parisiense. Todo crujía allí, y todo parecía a punto de romperse».
«El árbol de la ciencia» es una novela profundamente madrileña y española, que don Pío no solo comenzó a escribir en París. Las crisis y tragedias madrileñas, españolas, sociales, políticas, culturales, institucionales, son contempladas a través del prisma filosófico, histórico e íntimo del Paris barojiano.
La dimensión filosófica de «El árbol de la ciencia» viene de las lecturas, descubrimientos, traducciones y encuentros de Baroja en París: Nietzsche, Schopenhauer, Élisée Reclus, entre otros, serán descubiertos en España a través de la capital francesa. La nobleza de los anarquistas barojianos viene de Reclus, que don Pío llegó a conocer en la redacción de una revista parisina frecuentada por otros españoles. Están bien estudiadas las huellas de Nietzsche y Schopenhauer en la obra barojiana.
«El árbol de la ciencia» tiene otra dimensión parisina e íntima: las relaciones de Baroja con la experiencia del amor. Uno de los capítulos de esa novela se llama «Amor, teoría y práctica». A lo largo de su libro, don Pío hace una reflexión carnal, clínica, sanitaria, filosófica, moral, espiritual, sencillamente implacable. En otra novela esencial, «Camino de perfección», Baroja escribe: «La única palabra posible es amar. ¿Amar qué? Amar lo desconocido, lo misterioso, lo arcano, sin definirlo, sin explicarlo. Balbucir como un niño las palabras inconscientes. Por eso la gran mística Santa Teresa había dicho: EI infierno es el lugar donde no se ama».
Baroja buscó el amor durante toda su vida, en muchas ciudades y lugares. Pero es en París donde esa experiencia íntima termina cobrando una importancia capital. Tras una larga vida de búsquedas y un largo rosario de personajes relacionados con la búsqueda del amor, don Pío escribe en París dos novelas, «Susana y los cazadores de moscas» y «Laura, o la soledad sin remedio» (1936 – 1939), que son una versión lírica de la búsqueda infructuosa que estaba culminando, en París, en el desencanto más absoluto, la melancolía saturnal de los poemas de las «Canciones del suburbio».
Baroja explica de este modo el origen parisino de ese libro:
«Casi todos los escritores, buenos y malos, han hecho algunos versos en su juventud. Yo no los he hecho en la juventud; pero, en cambio, los he escrito en la vejez.
«¿Por qué se me ocurrió una idea tan lejana a mis gustos? Se me ocurrió por aburrimiento. Estaba en París en el verano y el otoño del 39 y en el invierno y la primavera del 40. El pueblo se iba poniendo cada vez más triste y sombrío. La gente conocida, en su mayor parte, se había ido marchando.
«¿A qué podía uno dedicarse? ¿A un trabajo manual? Imposible. ¿A un trabajo de erudición? Era muy difícil.
«Venía a mi casa una chica española mecanógrafa, mecanógrafa por accidente, muy guapa y muy lista. Venía dos o tres días a la semana y me copiaba algunos artículos que yo enviaba a América. Se me ocurrió dictarle un folletín, una especie de novela por entregas, y después dibujar yo mismo unas estampas toscas, como de aleluyas infantiles, e intercalar luego unos romances. Esto en secreto, como si fuera una vergüenza. La idea era muy poco práctica. El libro, de llegar a terminarlo, muy difícil de publicar; pero la extravagancia misma del proyecto me producía cierta alegría. Los dibujos no resultaron nada, y los tuve que abandonar pronto. Era una ilusión el poder hacer estampas con aire infantil. Eran dibujos malos los míos, como de hombre que no sabe el oficio, y que no tenían nada de infantiles ni de graciosos, sino más bien eran pesados y vulgares.
«Luego, encontrándome en Bayona, conocí a una muchacha mecanógrafa, de Bilbao, y como ella no tenía trabajo y yo tampoco, quedamos en que alquilaría yo una máquina de escribir y vendría a mi casa y le dictaría un par de horas.
«Le dicté, efectivamente, algunas impresiones de París y distintos romances…».
Azorín fue el primero en insistir en la importancia de la obra poética de Baroja. Luis Rosales, especialista emérito en la historia del desencanto en la literatura barroca, española, recuerda el puesto de los poemas barojianos en la historia de la poesía amorosa: “Estamos leyendo la carta de un suicida, escribe Rosales, una renuncia trágica al amor, una despedida sin consuelo, atroz e infeliz».
Esa indagación íntima de la experiencia fallida del amor fue paralela a la experiencias españolas, parisinas, europeas, contando sus impresiones de viajero empedernido a lo largo de buena parte de su vida creadora.
En contra de otra imagen convencional, Baroja fue un escritor muy viajero. Uno de los más viajeros de la historia literaria española.
Conoció Suiza, Alemania, Noruega, Países Bajos, Dinamarca, Bélgica… Roma ocupa un puesto importante en una novela muy mayor, «César o nada». Londres es el escenario de «La ciudad de la niebla». Córdoba es el escenario de «La feria de los discretos». En algunos cuentos, como «El carbonero» y «Las coles del cementerio», está presente Euskadi, el País Vasco. En Tánger, Baroja es testigo de una tragedia nacional. Una y otra vez, los lugareños y no pocos lectores suelen descubrir con pavor las opiniones de don Pío sobre las ciudades y pueblos que son sus escenarios. Baroja les responde escribiendo: «En contraste con el antivasquismo que me han reprochado, en algunas ciudades del Sur me han motejado de poco español o de poco españolista, porque no he hablado con el suficiente respeto y entusiasmo de las mezquitas y de las palmeras. Allí hay la superstición de que una mezquita es mucho más española que una catedral, y una palmera más que un roble».
Ortega, por su parte, estima que los pueblos y viajes de Baroja por España, comenzando por Madrid, son una síntesis trágica del pensamiento barojiano: «Narra Baroja la vida horrible de estas viejas ciudades nuestras hechas con ruinas y angostura, donde hozan las pasiones arrinconadas, comprimidas como las fieras en sus jaulones. En la ruina, lo selvático y feroz se manifiesta mejor que en el desierto o el bosque virgen, porque se ve cómo las formas inferiores de la naturaleza se vengan de la cultura fracasada. [ .. ] Prietos entre las paredes de la urbe vieja, explotan los instintos silbando como alimañas y se revuelven con una crueldad y una acritud desconocidas en las selvas. Prolongan su vida estos pueblos lejos del mundo, no sólo cerrados en sí mismos, sino cerrados contra el exterior, devorando sus propias entrañas».
Si Madrid pudiera ser la gran ciudad de todas las crisis españolas, descritas por Baroja con un bisturí implacable, sin anestesia retórica, París es la gran ciudad de todas las crisis españolas, contempladas desde una perspectiva parisina, francesa, europea.
París es el escenario, central u ocasional, de una veintena corta de libros: «Los últimos románticos» (1906), «Las tragedias grotescas» (1907), «La sensualidad pervertida» (1920), «El amor, el dandismo y la intriga» (1922), «Las veleidades de la Fortuna» (1926), «El gran torbellino del mundo» (1926), «Todo acaba bien a veces (1937), «Susana y los cazadores de moscas» (1938), «Ayer y hoy» (1939), «Laura o la soledad sin remedio» (1940), «Canciones del suburbio» (1944), «El Hotel del Cisne» (1947), «Desde la última vuelta del camino» (1948), «Los enigmáticos» (1948), «El cantor vagabundo» (1950), «Paseos de un solitario» (1955), «Aquí París» (1955), «Desde el exilio» (1999) –artículos de 1936 a 1943–, «Los caprichos de la suerte» (2015).
París está igualmente muy presente, en distinta medida, en muchos otros libros: «Silvestre Paradox» (1901), «La dama errante» (1906), «Los caminos del mundo» (1914), «Con la pluma y con el sable» (1915), «La Isabelina» (1919), «El sabor de la venganza» (1921), «El nocturno del hermano Beltrán» (1929), «La familia de Errotacho» (1932), «Crónicas escandalosas» (1935), «Desde el principio hasta el fin» (1935), «El cura de Monleón» (1936), «Locuras de Carnaval» (1937), «Las veladas del chalet gris» (1952).
Enumeración evidentemente incompleta, a título de apresurado recuerdo provisional, bien necesitado de muchas matizaciones.
Insistiré en un caso que me parece importante. París ocupa en las memorias barojianas, comenzando por «Desde la última vuelta del camino» (1948), un puesto esencial, encrucijada urbana, cultural e histórica.
De Rubén Darío a Alejandro Sawa, pasando por todo los grandes y menos grandes de su generación, don Pío construye un fresco único sobre la importancia de París en las metamorfosis de la cultura literaria y filosófica de su tiempo. Sin duda, Baroja es poco sensible a los cisnes modernistas de Rubén, tan esenciales para la historia literaria. Pero sus diálogos con su amigo suizo, Paul Schmitz, quizá sean capitales para comprender la introducción de la filosofía alemana, Nietzsche, Schopenhauer, en la España finisecular. Más allá de las opiniones y arbitrariedades barojianas, su crónica de las influencias parisinas en la literatura española contemporánea me parece indispensable.
Desde esa misma óptica, la veintena de volúmenes de las «Memorias de un hombre de acción» son, en cierta medida, una historia novelada de España, entre finales del XVIII y finales del XIX, con un protagonista de excepción, aventurero, liberal, masón, Eugenio de Aviraneta… Al margen de los episodios directa o lejanamente franceses, parisinos, esa serie de libros, comparable a los Episodios Nacionales de Galdós, no se hubiera podido escribir sin los descubrimientos de don Pío en los libreros de viejo en los muelles del Sena. Sin olvidar sus diálogos a tumba abierta con Nicolás Estévanez Murphy, republicano federal, ministro de la Guerra Durante la Primera República, el hombre que, según Baroja y Valle Inclán, entregó a Mateo Morral la bomba del primer gran atentado terrorista de nuestra historia moderna, el intento de asesinato de Alfonso XIII y la Reina Victoria Eugenia el 31 de mayo de 1906, el día de su boda, en la madrileña calle Mayor.
Siempre en París, hacia 1939, contemplando el espectáculo sombrío de la Guerra civil y los negros nubarrones que anunciaban otra inmensa catástrofe, la segunda guerra civil entre los pueblos europeos, Baroja confiesa: «Yo escribí hace lo menos treinta años unas novelas en las que pintaba la vida en París de los emigrados españoles del tiempo de la revolución de 1866 y la de 1868, es decir, durante el Imperio de Napoleón III. Los datos, en su mayoría, me los proporcionaba Don Nicolás Estébanez, ex ministro de la República de 1873, que solía reunirse conmigo después de comer en el café de Flora del boulevard Saint-Germain. De los tipos que dibujaba Estébanez en anécdotas pintorescas, muchos habían muerto; otros que vivían aún por entonces eran cándidos y un tanto grotescos».
El punto de vista barojiano, en esos libros, «Los últimos románticos» (1906) y «Las tragedias grotescas» (1907) es siempre el mismo: un español desterrado contando la historia de España, Francia, Europa, desde una perspectiva marginal. El destierro de Isabel II, su instalación en un hotel particular que hoy es propiedad de una multinacional china, la abdicación de la Reina, el matrimonio de Napoleón III con una granadina, Eugenia de Montijo, la última emperatriz de Francia, la guerra franco-alemana, la Comuna de París… son acontecimientos españoles, franceses y europeos. Baroja se limita a constatar que España sufre una historia que otros escriben por ella. Su visión de la marcha de la historia es muy semejante a la del Walter Benjamin.
«Las tragedias grotescas» termina con esta frase legendaria: «La vida, créelo, Nanette, no acaba nunca… Siempre se está al principio… y al fin». «El progreso, eterno retorno de la catástrofe», afirma Benjamin en su IX Tesis sobre la filosofía de la historia.
La experiencia de los viajes, las crónicas, las novelas, las reflexiones barojianas sobre las historias de España, también culmina en París, como la experiencia íntima del amor, por las mismas fechas, hacia 1939, año crucial para la historia de España, Francia y Europa, tras la guerra civil española, en vísperas de la Segunda guerra civil de los pueblos europeos.
Experiencias, íntima e histórica, que se confunden con una suerte de culminación surrealista de la obra barojiana. He dicho bien surrealista, a través de otra novela parisina, «El Hotel del Cisne».
Baroja dictó buena parte de ese libro, los sueños y visiones oníricas, en particular, a Miguel Pérez Ferrero, en San Sebastián. Los sueños y pesadillas de ese libro pueden leerse como una suerte de fábula crepuscular sobre la crisis saturnal de la civilización europea.
Las primeras sospechas de la posible condición vanguardista o surrealista de «El Hotel del Cisne» datan de su publicación, en 1946. Melchor Fernández Almagro aludía a ellas, para rechazarlas poniendo el grito en el cielo. «Se podría explicar esta novela –escribía en ABC, el 23 de junio de 1946–, en parte, por la influencia del llamado “vanguardismo”, y, concretamente del “surrealismo”. ¡Bobada insigne!».
En 1969, Luis García-Abrines publicó en la Revista Hispánica-Moderna un ensayo titulado «Baroja y el automatismo subconsciente». Quizá sea el primer estudio que describe con precisión la naturaleza del surrealismo barojiano, cuyos orígenes –sigo a García-Abrines, claro está– se remontan a un artículo de don Pío, «Hacia lo inconsciente», publicado el 18 de mayo de 1899.
«Lo admirable es que el surrealismo en Baroja, escribe García Abrines, no es aprendido ni prestado, sino que le brota espontáneamente, aún a pesar de que su consciente se esfuerce en negarlo y ridiculizarlo en sus Memorias». «Hombre tan paradójico este Baroja, continúa García-Abrines, que después de lanzar tantos vituperios contra el surrealismo compone al final de su vida una novela admirable y abiertamente surrealista. [ .. ] Me refiero concretamente a la colección de sueños relatados por Procopio Pagani en «El Hotel del Cisne». Sueños narrados con técnica automática y que son del propio Baroja. [ .. ] Sueños de don Pío que deberían figurar en cualquier antología ortodoxa del surrealismo».
En 1972, el profesor Morris, en su libro sobre el surrealismo en España, recordando las sentencias jupiterinas de don Pío sobre Freud, el dadaísmo, el cubismo y el surrealismo, escribe: «Baroja, aunque mantenía una actitud cínica respecto a Freud y el psicoanálisis, conocía sus trabajos sobre el subconsciente. Baroja se anticipó, en unos veinte años, a la famosa definición de puro automatismo que dio Breton del surrealismo».
En 1974 publiqué mi libro «Baroja, surrealismo, terror y transgresión». Correré un tupido velo sobre esa barbaridad.
El 2005, la profesora Sally W. Thornton publicó en el Hispanic Journal su ensayo «Pío Baroja and Procopio Pagani in Paris. Surrealist images of a World Gone Mad» (Hispanic journal, vol. 26, nº. 1-2, 2005). Y escribe «While in voluntary exile in Paris during the Spanish Civil War, Pío Baroja wrote El Hotel del Cisne, a strange novel replete with surrealist imagery». [ .. ] Baroja’s novel may be a work of experimentation with French surrealist techniques».
En la experiencia onírica de «El Hotel del Cisne» se confunden y se traban de manera definitiva, la reflexión barojiana sobre la historia de España, la historia de Francia, la historia de Europa.
El fragmento XXII de esa novela se llama «La ciudad del miedo». Hablando de París, España, Francia, Europa, hacia 1939, Baroja escribe:
«El mundo entero está temblando. Nadie duerme tranquilo. Los centinelas gritan con voz vibrante: «¡Alerta!». Es el miedo. Se oyen voces estrepitosas, voces de mando, estentóreas. Es el miedo. Hay gente que tiene la cara del mismo color que el uniforme, amarillento y terroso. Es el miedo. El que prende está pálido y desencajado y el que ha sido preso también. Es el miedo. El mundo tiembla de miedo y las músicas tocan himnos de victoria. Es el miedo».
Se trata, por parte de don Pío, de un espejo visionario de las tormentas de acero, Jünger dixit, que habían arruinado España y debían precipitar la ruina de Europa. «El Hotel del Cisne» se publicó en 1946, un año después de Hiroshima y Nagasaki. Comenzaba la era del equilibrio del terror que algo tenía de muy profundo, en común, con las pesadillas barojianas en el París de 1939, indisociable del paso de don Pío por este Colegio de España donde hoy lo recordamos, gracias a la invitación de Justo Zambrana.
Quiñonero, Baroja, Stevenson, Mark Twain, Tolstoi, Proust y el surrealismo barojiano.
Aleixandre, Cela, Ridruejo y Valente sobre el Baroja surrealista de Quiñonero.
Un discípulo de John Cassavetes rastrea las huellas del Baroja surrealista en París.
Bravo. Una lección honda y magistral
¡Que viva don Pío, que viva su buen lector Quiñonero!
¡Qué viva Irene Pina..!
Q.-
Muy bueno el seguimiento de la biografía y obra de Don Pío Baroja.
Dos anotaciones que tal vez no vengan a cuento. Una cuando el pintor Miquel Viladrich que vivía en el castillo de Urganda donde ya estuvo Velázquez lo presento con otros para diputado por el distrito de Fraga. Presentación que no llego a buen puerto pues fue un crítico de Costa el que combatió caciques y oligarcas aragoneses.
La otra la publicación de Comunistas judíos y demás ralea con el prólogo de Ernesto Giménez Caballero en 1938.
Para entender la industrialización del país Vasco me quedo con el Intruso de Blasco Ibáñez el valenciano.
Gracias, José, sí.
Q.-
Quiño,
Muchas gracias por compartir tu interesante intervención sobre Don Pío Baroja. Da gusto pasar temporadas en este INFIERNO aprendiendo tantas cosas…
Buenas noches a todos/as.
Fina,
Bueno … Don Pío es alguien diría que familiar, al que se vuelve siempre, sí.
Vamos…
Q.-
Josep,
Es un verdadero placer para mí poder estar entre eruditos y filósofos…
Gracias por darme a conocer este INFIERNO.
Excelente el recuerdo de Don Pío y de su obra, de todas sus referencias internacionales, de lo afinidad y el desapego hacia ciudades y países, de ese París con que tanto comulga y en su recinto se refugia, se mueve, crea y escribe.
Mi memoria de juventud, cuando subo en el burro a un monte castellano, ascendiendo desde un pueblo ahora menguado, ni siquiera tiene cien habitantes; y el jumento se niega a obedecerme, desea quedarse en la cuadra del corral, y cuando llego a la campa de las encinas, me cuesta atarle a una de ellas, rebuzna y cocea, debo tener cuidado para que no me muerda o me patee. Luego, extiendo una manta sobre el suelo, saco dos o tres libros de Baroja, leo hasta que se aproxima el mediodía, no lo prolongo más pues no quiero quedarme sin comida. Bajo después al pueblo, corre tanto el borrico que casi me derriba, cruza las puertas de la cuadra dándose trompicones, descabalgo y me miro en el bolsillo por si el volumen del gran novelista vasco se ha perdido, he guardado el que para mi es entonces el más querido: una nueva edición de Vidas Sombrías, minúsculo formato y tela verde, preciosa miniatura a cargo de Aguilar, duradera lectura que casi me aprendí para sacar sobresaliente. Gracias, estimado, por esas remembranzas de Don Pío.
Don Ricardo Lanza,
Ya echaba de menos su incomparable LOGOS en este INFIERNO.
Gracias por su comentario y su tiempo.
Ricardo.
Bella historia de amor, casi que diría que juanramoniana, con Platero de compañero de andanzas castellanas, qué bien…
Venga, a leer y escribir, en tan buena compañía,
Q
Gracias. Estamos en eso, estimado, lo que ya no sé si ha de quedarme tiempo para consumar lo que hago y tanto se prolonga; sea quizás inútil, únicamente válido para animar el camino de la vida, viaje personal, claro, que raro será a quien le interese.
Ricardo,
No lo dudo: sigues y seguirás, genio y figura, a tus letras, tus palabras, tu escritura, tu escritura, sí, en el sentido más profundo de las palabras, sí.
El resto es silencio.
Palanteeeee
Q.-