Cecilia Bartoli desafía a los castrados, titula Le Monde en primera página, para mejor confirmar el tono de voz del lanzamiento del nuevo disco de la diva / soprano italiana, con una agresividad del mejor marketing marcial italiano: fotografiada en una fontana de Trevi de estudio, iluminada a la manera de Anita Ekberg, en la legendaria Dolce Vitta felliniana, con un bando rojo que cruza sus voluptuosos muslos con el título de su montaje Opera proibita.
No sin cierta finura provocativa, la moza declara: “Ser una mujer voluptuosa no me impide soñar que soy un hombre haciendo la corte a una mujer… Después de encarnar todos los papeles de Cosi fan tutte, de la sirvienta Despina a la intransigente Fiordiligi, pasando por la sensual Dorabella, debo decir que mi verdadero fantasma en cantar el papel de Don Giovanni”.
La Bartoli dice muchas otras cosas. Finas, inteligentes. Y su talento a la hora de servirse de su cuerpo, expuesto “voluptuosamente” a la mirada de la clientela más diversa tiene incontables antecedentes. En definitiva, Mike Jagger o Madonna también se sirvieron, entre tantos otros, del reclamo de la confusión de los cuerpos, en el lecho, para atraer a los clientes más numerosos, seducidos no solo por el encanto de la voz, si no por otros encantos que podían ser turbios o equívocos, a gusto del productor / consumidor. En el caso de la Bartoli, Don Juan y los castrados de la magna tradición del oratorio barroco son utilizados como piezas de repertorio que era urgente reinstalar en unos mercados de masas, que algo tienen, me digo, con frecuencia, de prostíbulos soft. Soft, sin duda. Pero prostíbulos, quand même.