KA, 29 agosto 2023. Foto JPQ.
Fue un encuentro misterioso y feliz.
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Khatia Abashidze (nombre ficticio) parecía encantada descubriendo a un desconocido que hablaba con pasión de “El Caballero de la piel de tigre”, el gran poema épico de Shota Rustaveli, y recordaba con aparente emoción su descubrimiento, en su Tbilisi / Tiflis natal, de la cultura del supra / banquete y la figura emblemática del tamadá, el anfitrión que preside la mesa y organiza los brindis, muy bella supervivencia, siempre actual del banquete platónico.
Para mí, ah… recordar el viaje a Georgia…
Semanas más tarde, un profesor madrileño me llama para preguntarme mi versión del inicio o restauración de las relaciones entre los escritores y las literaturas española, catalana y rusa.
Ante mi sorpresa, gran sorpresa, me envió varios recortes de noticias publicadas hace siglos en El País y La Vanguardia:
“Guillermo Díaz-Plaia. Juan Ramón Masoliver v Juan Pedro Quiñonero, de la Asociación Española de Críticos Literarios; José Artigas, en representación del Instituto Nacional del Libro Español, y Helena Vidal marchan hoy a Moscú para participar en unos coloquios sobre la cultura española después del franquismo y la cultura soviética contemporánea. Invitados por la Asociación de Escritores Soviéticos, los críticos españoles presentarán ponencias sobre la evolución de la poesía, el ensayo v la novela en los últimos cuarenta años. Permanecerán en la URSS hasta el próximo día 17. Este diálogo cultural pretende un mayor acercamiento entre los dos países, cuando se están incrementando las relaciones comerciales”.
“Los encuentros arrancaron cuando el Congreso Internacional de la AICL en Moscú invitó a Guillermo Díaz Plana, José Agustín Goytisolo y Juan Ramón Masoliver a establecer unas relaciones hispanosoviéticas, en Moscú, Leningrado y Dushanbe. Una segunda expedición, constituida por José Artigas, Díaz Plaja, Quiñonero, Helena Vida y Masoliver, llevó un sinfín de libros e intervenlo en innumerables mesas redondas, en Moscú, Leningrado y la capital de Georgia”
“Primer contacto oficial hispano-soviético en el campo de la literatura. Declaraciones del profesor Guillermo Díaz-Paja a su regreso de la URSS: Yo diría que, efectivamente, nos ha cabido un gran honor y una delicada responsabilidad. El abanico de horizontes que, desde este primer contacto, podemos completar es, en verdad, impresionante y augura camino de entendimiento y amistad. Puedo decir que cuantos hemos participado en esta primera prueba nos sentimos verdaderamente felices y esperanzados, en un camino de intercomunicación y fraternidad”.
Años más tarde, mi visión de aquel viaje era de muy otra naturaleza:
Siempre ignoré, por ejemplo, porque venturosa razón Guillermo Díaz Plaja y Juan Ramón Masoliver (que podían ser mis padres, si no mis abuelos, y a quienes yo apenas conocía, muy poco, de unos encuentros de crítica literaria celebrados en Sitges, donde yo había oficiado de alevín descarriado) me cooptaron para realizar, con ellos, y con Helena Vidal (que era tan joven como yo, pero poseía otras cartas de visita, comenzando por su trilingüismo ruso, castellano y catalán) un viaje a la antigua URSS, que debía conducirnos a Moscú, San Petesburgo y Tbilisi. Pero lo cierto es que los tres me recibieron con los brazos abiertos, aceptando mi atolondrada suficiencia con amistosa resignación, salvándome, una y otra vez, de los sucesivos atolladeros donde me precipitaba mi mala cabeza. En Moscú, por ejemplo, fuimos recibidos en la antigua residencia oficial de la Unión de escritores (que se encontraba, vaya usted a saber porqué, en el antiguo palacio de los Rostov, donde Tolstoi sitúa la morada de la saga familiar con la que se abre Guerra y Paz y es el escenario de algunas de las memorables veladas que habían encantado mi todavía bien próxima adolescencia, corriendo, siempre, tras los fantasmas descarriados en aquel laberinto de polvorientos pasillos deshabitados, con incontables armarios bien repletos de harpías y cadáveres), donde, tras una reunión plenaria, entre la delegación española (en representación, ahora caigo, de la asociación de críticos literarios, de la que Masoliver me había nombrado secretario) y la delegación soviética, un amable colega deseó volver a leer mi pedregosa intervención, y, como no deseaba desprenderme de mi original, me dirigí a quien parecía mandar, preguntando dónde podíamos hacer una fotocopia. Aquel personaje fingió no escucharme y se dirigió precipitadamente hacia otro grupo; con lo cual, comencé a preguntar a quienes me encontraba, por los pasillos, dónde podía encontrar una fotocopiadora. Hasta que, prudente, Guillermo Díaz Plaja me cogió por el brazo para llamarme al orden y limitar los destrozos de mi desenvuelta ignorancia: “Deja de ser tan impertinente, por favor. Aquí está prohibido hacer fotocopias. Y estás dando la nota con tu pesadez. Deja de llamar la atención, hombre”. Días más tarde, en San Petesburgo, asistimos a una comida de cierto relumbrón, en nuestro honor. A lo largo de todo el viaje, era de obligado rigor que se pronunciasen discursos y brindis, que Guillermo pronunciaba en nuestro nombre, con mucha finura. Pero, en San Petesburgo, los anfitriones rusos (entre los que no se encontraba Joseph Brodsky, que por entonces comenzaba a tener problemas con la canalla que a nosotros nos recibía a cuerpo de rey) se empeñaron en que todos los miembros de la delegación española debíamos pronunciar unas palabras. Cuando me llegó el turno, yo estaba ligeramente ebrio y no se me ocurrió otra cosa que comenzar por decir que, en la ciudad donde todavía podía visitarse un navío de guerra inmortalizado por los marineros de Krodstadt, era imprescindible recordar la influencia de Bakunin en la España finisecular… horrorizada por el tono que tomaba mi intervención, Helena me dio una severísima patada en los tobillos, y le dijo al intérprete que hacia la traducción simultánea: “No se moleste. Yo continuaré”. Como no sabía ruso, no pude apreciar con precisión la calidad del trabajo de Helena, avergonzado como estaba, por otra parte, por llevar tan mal aquellos ágapes, imprescindibles para continuar y conducir a buen puerto, hasta el fin, un viaje que todavía estaba lejos de concluir. De regreso a Moscú, me obstiné en no participar en un coloquio con poeta-tractoristas (o conductores de tractores que escribían poesía, tanto da), porque deseaba visitar el palacio de la antigua familia de Kropotkin… en esta ocasión, fue Masoliver quién me salvó, proclamándose monárquico-anarquista, y diciendo que él también deseaba hacer la misma peregrinación. El viaje continuó hasta Tbilisi, la antigua Tiflis, donde descubrí la institución del tamadá, una suerte de maestro de ceremonias cuya primera misión era / es procurar la buena marcha del ágape / comida, proponiendo sucesivos brindis, por la fraternidad de los pueblos, la fraternidad entre las delegaciones presentes, la fraternidad entre los camaradas secretarios generales, la fraternidad de las esposas de los camaradas secretarios generales, la fraternidad de todos y cada uno de los camaradas allí presentes, para terminar, tras varias horas de brindis, comiendo y bebiendo, sin cesar, con un penúltimo brindis por la fraternidad y belleza de todas las mujeres allí reunidas. Ese tipo de diálogos y fraternidad eran propicios a todo tipo de locuras. Al final de una comida inolvidable, en una aldea de la Georgia profunda, una señora de cierta edad me trajo a su hija, una poetisa que escribía en georgiano y me daba su dirección, porque deseaba huir de su pueblo, buscando un novio, poeta, de preferencia, en algún país europeo. El día de nuestra despedida, otra poetisa georgiana, jovencísima y ya gordísima e infeliz, me preguntó, en un francés tan aproximado como el mío, si podía hacerme una petición y un regalo: deseaba que le enviase mis libros y los libros de mis amigos escritores, porque anhelaba conocer otros mundos, para ella y para los suyos; y, a cambio, me regalaba una edición bilingüe, en inglés y georgiano, de “El caballero de la piel de tigre”, el gran poema épico de su patria, escrito por Shota Rustaveli. Cuando nos separamos, sin habernos conocido, más allá de cruzar amistosas y convencionales palabras, aquella mujer me abrazó, desconsolada y en lágrimas, que era su manera de decirme que bien sabia ella que no volveríamos a vernos nunca y que su petición era una locura.
Durante muchos años, pensé que algún día volvería a Moscú, a San Petesburgo, a Tbilisi, a Samarcanda. Y aquella vieja edición bilingüe de “El caballero de la piel de tigre” me acompañó y me acompaña, desde entonces, como una joya preciosa, que guardo, como un talismán que me basta abrir, de nuevo, para permitirme contemplar, en todo su purísimo esplendor, las gracias y los dones que aquella mujer joven, gordísima y avejentada prematuramente, me había dado con su abrazo y sus lágrimas. No sé si es Rilke, o Mallarmé, quien nos habla del libro que vendrá. Cierro los ojos, y escucho la silenciosa voz de mi invisible y desconocida amiga georgiana, perdida en la lejanía de su patria, caída de hinojos en las cenizas de una espantosa guerra, que no sé, a ciencia cierta, si fue, ha sido o continuará siendo una guerra civil, o una guerra de liberación nacional. Sus lágrimas me decían y me dicen algo más hondo, que no puede decirse con palabras. Quizá porque las lágrimas fluyen, como un bálsamo, cuando ya se han dicho todas las palabras. Y todo ha sido inútil, y no quedan palabras por decir ni utilizar. Y un ser humano que tiembla se pone a llorar, quizá porque sus lágrimas sean su último intento de comunicarnos algo, cuando ya no existen más palabras y las lágrimas nos transmiten una brizna del gozo, el amor, la tristeza, la soledad, el dolor, el recuerdo, el placer, el adiós, del ser que agoniza en nuestros brazos, pidiendo socorro, en vano. Retrato del artista en el destierro. Capítulo 21, El verbo desencariñado.
Rusia, Georgia y el ocaso europeo.
Bizancio, Europa, Georgia, Rusia y el imperialismo.
Rusia, Georgia, ¿Europa? ¿España..?
Pablo Eugenio Fernández says
Qué bonito, Quiño, la historia de tu viaje a Georgia, el cariño con el que trataron otros, tu generosa actitud ante la comida y la bebida, la delicadeza de Helena con un placaje a tiempo, ay, siempre las cosas por debajo de la mesa tienen tanta o más importancia que las que suceden sobre la mesa, y sobre todo tanta fraternidad, jajaja, ni los franciscanos con su Paz y Bien.
En definitiva, querido Quiño, gracias por compartir y por ser tan paciente con nosotros por nuestras locuras expresadas en este Infierno como otros lo fueron contigo.
El caballero de la piel de tigre y tu joven georgiana.
JP Quiñonero says
Pablo,
Te leo con emoción contenida…
En esta ocasión, tu amistosa generosidad toca cosas íntimas que vienen de lejos.
Graciassssssss
Q.-
Fina says
Quiño,
Me encantan tus historias…
Os sigo aunque no participe en los comentarios porque estos días me he dedicado a pintar y no se puede estar en todo…
Gracias a todos/as por mantener vivo el fuego de este INFIERNO.
Buenas noches.
Palanteeeeee………!!!!!!!!!!!!!!!!!
JP Quiñonero says
Fina,
Bien…
Lo primero es lo primero, claro que sí.
Tus cosas, tu pintura, tu arte.
Palanteeeeee
Q.-