Hace exactamente siete años, pronuncié una conferencia en la sede central de un influyente areópago político y financiero, sito en la madrileña calle de Velázquez, invitado a esbozar algunas perspectivas del puesto de España en la UE, víctima, ya entonces, de una grave crisis política francesa.
Al final de mi intervención, me atreví a sentenciar: Alguien debiera advertir a los españoles que sería prudente acostumbrase a vivir y prosperar sin la perfusión permanente de los subsidios europeos.
A la hora de la copa, Miguel Boyer vino a felicitarme y me advirtió: Llevas razón, pero ¿quién le pone el cascabel al gato?. Pero Miguel —-le dije—- ¿puede vivir España sin esa respiración asistida permanente?. Por supuesto —-me contestó—-. Pero es muy cómodo hacer obras públicas con el dinero que pagan los contribuyentes alemanes.
Han pasado siete años. ¿Alguien con responsabilidades al más alto nivel político ha explicado a la opinión pública que no se puede vivir indefinidamente recibiendo dinero en forma de subvenciones y ayudas a fondo perdido, habituando a muchos pueblos a vivir de la asistencia pública europea?
En otro plano: ¿Alguien se atreverá a decirle a los españoles que no se puede defender indefinidamente un presupuesto europeo que sirve —-al 40 por ciento—- para financiar la protección de las agriculturas ricas, cerrando herméticamente nuestros super mercados a los productos de los países pobres que decimos defender, con mucha hipocresía, impidiéndolos prosperar a través del cierre de nuestros mercados?
Quizá mañana sea inevitable hablar con crudeza de esos problemas pendientes.
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En otro plano: ¿sería mucho pedir la solidaridad hidráulica de quienes tienen más agua que los agricultores de la Murcia árida, en vías de desertización sahariana?