Pronto se cumplirán treinta años de la muerte de Hannah Arendt (1906-1975).
Casi fue ayer cuando Lola Infante (¿fue en El Cairo, o en París?) me preguntaba, horrorizada: Pero, Quiño, ¿cómo pudo enamorarse de Heidegger una mujer como ella…?. Para Lola, Heidegger encarnaba algo así como el Diablo —-imagen que yo no comparto—-. Y, para ella, aquella legendaria historia de amor era algo peor que incomprensible.
Sin embargo, las relaciones entre Hannah Arendt y Heidegger fueron algo más que una pasión juvenil. Ella fue su mejor embajadora y nunca rompió los lazos trabados hacia 1924, a pesar de sus dos matrimonios. Incluso volvió a visitarlo meses antes de su propia muerte.
HA, en 1928
En verdad, la Arendt no fue socialista, no fue liberal, tenía una visión muy personal del judaísmo, fue anti capitalista sin llegar a ser socialdemócrata. Y sentía horror físico por nazis y comunistas. Fue una mujer libre. Nadie ha criticado a Marx como ella. Su crítica de todos los totalitarismos continúa siendo ejemplar. Sus grandes amigos (Mary Mc Carthy, la gran novelista, y Hans J. Mogenthau, el teórico eminente de las relaciones internacionales, entre tantos otros) venían de muy distintos horizontes.
Ella, como Leo Strauss, intentaba pensar la política releyendo a los griegos. El texto más bello que le recuerdo es su tesis doctoral, su ensayo sobre el concepto de amor en la obra de San Agustín, que data de 1928, el año de su alejamiento físico de Heidegger, que tampoco la olvidó nunca e incluso le dedicó unos poemas sospecho que nunca traducidos al castellano. Sorry.