Los medios de incomunicación de masas consumen —-y nos obligan a consumir—- cantidades tan inquietantes de basura, que otra consecuencia de su funcionamiento perverso es el silencio que pesa como una losa sepulcral sobre los hombres honrados, cuya limpieza no vende.
Un caso canónico —-hay muchos otros, que sería fácil enumerar, para vergüenza pública—- quizá sea el de Luis Rosales. En vida, Luis fue ninguneado por ciertas razones. Muerto, el silencio sobre su obra no ha dejado de crecer. La publicación de sus obras completas, a cargo de Félix Grande, Antonio Hernández, Francisca Aguirre y Guadalupe Grande, fue acogida con una ignorancia, mezquindad y maldad canallas. La majestuosa antología general de su obra que ha preparado Luis García Montero, El náufrago metódico (Col. Visor), ha sido recibida con el mismo silencio zafio, pueblerino, malvado.
En verdad, el prólogo de García Montero marca un giro importante en la historia de los estudios sobre la poesía de Rosales, por razones muy hondas que sería largo de explicar. Queda lo esencial. García Montero comienza por sentar la evidencia, justa: “Luis Rosales es uno de los mejores poetas españoles del siglo XX”. Bienvenida sea, también, la famosa cita de Pablo Neruda: “¿Qué decir de Luis Rosales a quien yo conocí naranjo, recién florido en aquellos años treinta, y que ahora es grave poeta, exacto definidor, señor de idiomas…?”.
Señor de idiomas. Eso era Luis, cuya honradez, bondad y hombría de bien chocaron y chocan con los actuales juegos de villanos desalmados, cuyo ruido insignificante nos condena a nosotros a vivir en un desierto poblado de alimañas enloquecidas.