Antonio Roche y Ramón Jiménez Madrid me anuncian los primeros ejemplares de mi libro Ramón Gaya y el destino de la pintura (Biblioteca Nueva).
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Quizá lo esencial en la obra de Ramón fue preservar su respeto sacro por lo divino que se confunde con todo lo real, a la manera del Ser supremo de Spinoza: amenazado y crucificado en nuestro tiempo por las chucherías desalmadas, endemoniadas y ficticias, ilusorias, de buena parte del “arte” forzosamente contemporáneo, cuya única realidad es la del dinero, comprando y vendiendo insignificancias de parque temático.
De ahí, me digo, mi fascinación por los fotógrafos que trabajan los bajos fondos de las ciudades. Philip-Lorca di Corcia, por ejemplo, de quien se ocupan los mejores museos, galeristas de New York, Venecia y París, fotografía fantasmas humanos perdidos en el infierno urbano: jóvenes de distinto sexo prostituyéndose en el bulevar de Santa Mónica (LA, California), carne humana troceada a gusto del consumidor, ángeles caídos en el dédalo de ciudades sonámbulas.