Cuando yo era niño, a la salida del Cine Rosa, camino de casa, en la calle del Hospital de Totana, mi padre se detenía y me hablaba mirando al cielo, sembrado con las luminosas estrellas de las noches de primavera.
En una de aquellas ocasiones, cogiendo la mano de mi madre, me dijo: Tú debes saber que la voluntad mueve las montañas… Siendo tan pobres como nosotros lo éramos, aquella frase era una invitación a la resistencia contra la resignación, una invitación a la lucha por la vida. Esa frase —-que yo he intentado transmitir a mis hijos, JF y PJ, de 15 y 12 años—- ha marcado toda mi vida.
Muchos años después descubrí que, en verdad, esa frase era una traducción casi literal de un célebre texto de Nietzsche, que gloso a mi manera en mi libro Retrato del artista en el destierro. Cuando asisto muy de cerca de la agonía del príncipe Rainiero, en Mónaco, y sigo a distancia la agonía de Juan Pablo II —-de quien se anuncia la muerte, esta misma noche—-, esa misma frase me sirve para intentar comprender el “sentido”, el destino, de la muerte de esos dos hombres, más allá de creencias religiosas u otra índole.
Sin una titánica voluntad de existir y transmitir una historia, unas creencias, un sacrificio, el Papa y Rainiero no serían “nada”. O muy poco: fantasmas pasajeros de una historia escrita por otros, que ellos hubiesen encarnado pasajeramente. Asombra y solo merece respeto —-para mí—- esa fe ciega, absoluta, mesiánica.
Es la fe de Moisés, inventándose a Dios para dar un destino a su pueblo. El Moisés de Rafael, propiedad de una iglesia napolitana, es la ilustración perfecta de tal ambición, en la que se reconocen los fundadores de religiones, los constructores de Estados o Imperios. Fe mesiánica imprescindible para creer en la inconclusa construcción de Israel, de España, o de Cataluña.