A los pocos minutos de hacerse público el fallecimiento de Juan Pablo II, la noticia corrió de boca en boca entre los huéspedes del Hotel de París que tomábamos una copa o una infusión en el Salón Imperio -homenaje involuntario a las desafortunadas aspiraciones de Eugenia de Montijo y su augusto esposo-; y una vieja enjoyada con mucha opulencia se persignó aparatosamente con rostro de miedo y turbación, antes de apurar su copa de champagne rosa, retocar sus labios y pedir a su acompañante -un joven rubio oxigenado, con gafas negras, traje negro y porte felino- que la condujese hasta la escalera que conduce al Casino.
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