Mientras preparo la maleta del regreso, advierto que no he comprado libros, a pesar de las tentaciones bien presentes en Robafaves, Laie y La Central, donde no es difícil separar el trigo y la paja endemoniada. ¿Porqué?
Quizá urgido por los mil y un detalles de cinco días de idas y venidas ajetreadas, con citas, encuentros, obligaciones y compromisos. Sin duda abrumado por la cantidad material de cosas que se venden como libros y me parecen cosas endemoniadas, que incluso algunos de mis amigos contribuyen a endemoniar, caídos también ellos en el comercio de basura.
¡Qué tristeza me dio ayer leer a C* hablando de E*, su editor, a quien desprecia cuando habla conmigo y adula sin pudor cuando publica uno de sus engendros! Con que facilidad entra y sale del basurero, creyendo que su voz se libra del aliento que viene de las cosas podridas con las que trafica.
Cuando me veo obligado a entrar en eso que llaman una “gran superficie” el número abrumador de “libros” apilados en las estanterías, con sus tentaciones sin fin, me espanta por la obscenidad diabólica de lugar: las joyas esparcidas al azar quedan sepultadas —-cuando hay piedras preciosas que encontrar—- entre los montones de basura que son el comercio principal de la industria del ramo.