Javier me había prevenido: “Million dollar baby no es una película para nenes”.
Durante la proyección —-en una sala vacía de Mataró Park—- Juan Florencio y Pedro Juan se agarraban a mi brazo y musitaban palabras de inquietud o socorro. Y yo mismo llegué a preguntarme si esa obra de Clint Eastwood es la más “adecuada” para chiquillos de 15 y 12 años de edad.
De vuelta a casa, por la autopista, intercambiamos frases de respeto, fascinación y pavor ante la gravedad trágica de la película. Para mi sensibilidad, se impuso rápido la comparación con el Prizzi’s Honor de Huston, aunque explicar esa relación me llevaría hoy demasiado lejos, cuando me urgen otras cuestiones. ¿Cuál es la “buena” edad para “descubrir” a Sófocles, Shakespeare, Racine?
Es muy posible, me digo, que los niños y adolescentes atenienses de la época de Sófocles también se agarrasen al brazo de sus padres, en el instante en que Antígona desafía a Creonte y hace las libaciones de rigor ante los cuerpos sin vida de sus hermanos muertos. El diálogo con la oscuridad, el silencio y la incertidumbre de la vida eterna produce escalofríos y pavor. Como ocurre con el dolor, el sufrimiento, el heroísmo, que son formas de medir nuestra hombría ante la pobreza, el mal, la injusticia.
Ante el gran arte cinematográfico, me digo, la oscuridad de una sala casi vacía puede invitar a la comunión de los padres y los hijos con un espectáculo que tiene mucho de oficio religioso, en el sentido que podía tenerlo una tragedia griega.