La piedad filial ante el patriarca postrado entre la vida y la muerte, la pavorosa inquietud ante la ascensión imperial del “no” francés a Europa y las medidas del presidente Chirac contra la poligamia dan a la vida nocturna de Monte Carlo la alegría de una sala de juegos informáticos, decorada con mucho talento en un parque temático consagrado a glorias difuntas.
Confiado en el consejo de un boy de mi hotel, me disfrazo de “hombre de mundo”, convencido que la oscurísima sala de Zebra’s me permitirá cenar con mucha discreción, a la espera del frenesí y las locas noches de la juventud dorada de la Costa. A 25 euros la copa de champagne rosado, mantengo el tipo distrayéndome con unos spaguettis al basilisco. Pero, ya pasada la media noche, en la pista de baile solo se contonean como pueden un par de jubilatas acompañados de jovencísimas rubias platino que no son ni sus nietas ni sus enfermeras, aunque pudieran serlo.
En la sala de máquinas tragaperras del Café de París -el recinto proleta situado frente al hotel del mismo nombre, que dio noches de leyenda a Monte Carlo, cuando había príncipes rusos- una moza madurita (“¿señora o señorita?”… “cielo, que cosas dices”) me asegura que ella conoce un juego en el que siempre se gana. Al precio que están los servicios en el principado, pongo cara de jugador de poker, como si tuviese cita con una de las atléticas coristas del espectáculo Spirit of the Dance del Gran Casino, hacia donde me dirijo confiado en que diez euros sean suficientes para conseguir una corbata. Esperanza fallida. A esas horas de la madrugada, hay que desembolsar 50 euros por un peine o una corbata. En la ruleta, la astuta racanería de las parejas de recién casados es poco lujuriosa; y, para los hombres de mundo como yo, es muy difícil competir con una banda de ancianos y señoras maduras cubiertas de bisutería. Cuando me miro de reojo en los espejos, mi porte me parece juvenil, libertino, a la luz de los claroscuros de la mascarilla de la única mujer que pulula sola por los parajes, mademoiselle D*, que debió ser una mujer muy bella, y sonríe con prudencia, para mantener el tipo y el difícil equilibrio de los colores, albo, rosa, púrpura, azabache, de una mascarilla que miedo me da pensar que surcos cubre, iluminada con el polvo áureo de este Casino que conoció otros días de esplendor y de gloria.
Eduardo says
Le felicito, ha hecho usted un fantástico retrato. Lo único que me ha dejado algo preocupado es lo de sus spaghetti. ¿Tan malos eran? Y yo que creía que ya no quedaban basiliscos, ni de los antiguos (aquellas serpientes de mirada asesina) ni de los medievales (aquellos engendros fruto del cruce de un gallo y una serpiente). Claro que a lo mejor tan sólo llevaban albahaca.
P.S. Ya he visto que frau Goldsmith y sus gazpachos han saltado hasta el ABC. ¿Se sabe ya algo más?
Javier says
Perfecto retrato de lugares y personas venidos a menos, juzgados cruelmente por el paso del tiempo.
el brujo don carlos says
Muy bueno el artículo, Juan Pedro
Emma says
Me gusta el escenario, ahora a por la acción, seguro te queda un relato muy interesante.