Se le creía “tímido”, “falto de carácter”, “indiferente”, homosexual… En verdad, el príncipe Alberto ha maniobrado con la sutileza de un príncipe florentino o genovés, en la gran tradición de los Grimaldi llegados a Mónaco en el siglo XIII.
Sobre el fantasma real o presumido de su homosexualidad, él resumía el problema de este modo, en su día: “Al principio me hacían reír esos rumores. Luego, mucho menos. Me gustan las mujeres”. ¿A quién le importa hoy la homo o heterosexualidad de un futuro monarca?
En el terreno político, Alberto se ha servido del Consejo de la Corona —-una institución de notables nombrados a dedo por su padre—- para afirmar su nueva condición de Regente, a la espera de suceder al príncipe Rainiero, cuando llegue el momento.
Apoyándose en el Consejo, Alberto deja a Francia —-potencia tutelar—- fuera de juego en el proceso sucesorio. Y reinstala a sus hermanas en la posición familiar secundaria que es la suya, para asumir personalmente un poder casi absoluto, “con fuerza, pasión y convicción”. Lenguaje que deja pocas dudas sobre su determinación política personal.
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