Una mañana de abril de hace muchos años, Jesús Aguirre, que todavía no era duque de Alba, aunque todavía era algo así como sacerdote y aún dirigía Tecnos, donde él había publicado mi primer libro, me llamó por teléfono para “desmentir” un “rumor”, que suele ser la mejor manera de propagarlo: “Si te dicen que me caso, di que es mentira. Hoy solo quieren casarse los curas y los homosexuales”.
Como pasa el tiempo. Entre mis amigos homosexuales, ninguno me confesó nunca su inclinación por el matrimonio. Jaime * se pegó un tiro, en Los Ángeles, porque no deseaba agonizar víctima del Sida. Eladio * se convirtió en brillante marino trota mundos. E * se consagró como gran actriz trágica. Guillermo * vive consagrado a su obra artística. I * es uno de los grandes escritores de su generación —-¿filósofo?, ¿ensayista?; de gran estilo, en cualquier caso.
Imaginarlos a ellos recibiendo un “libro de familia” en una alcaldía de la periferia castiza me deprimiría profundamente. Porque esa imagen pondría un fin luctuoso a los gloriosos recuerdos de una juventud que tenía otras esperanzas, otras ilusiones, que Cafavis evoca de manera para siempre definitiva:
Como cuerpos bellos de muertos que no han envejecido
y los encerraron, con lágrimas, en una tumba espléndida
—-con rosas en la cabeza y en los pies jazmines—-,
así parecen los deseos que pasaron
sin cumplirse; sin que ninguno mereciera
una noche de placer, o un alba luminosa.
[Traducción de Ramón Irigoyen]