Comida muy cordial con un editor culto e influyente. No sé si él se queda tan horrorizado como yo ante el estado de “nuestra” (in) cultura, a la luz de las confidencias que compartimos:
-X* -joven novelista de moda- no ha leído ni piensa leer a Juan Ramón, Gabriel Miró ni Azorín, porque ella confiesa: “Yo solo leo cosas modernas, de hoy”.
-C* -intrépido “editor” agresivo, comercial y existoso- afirma que “lo que hoy se lleva son libritos de doscientas páginas, o menos, con una intriga sencilla, con un poco de cosa sexual y referencias a la actualidad”.
-F* -distribuidor, a la antigua- sentencia: “La incultura de los libreros ha crecido al ritmo de las ventas. Incluso las grandes instituciones se han dado a amontonar basura en forma de libros. Con lo cual, la amenazada vida de lo que antes se llamaba libros se cuenta en días, cortos”.
A la hora del café y las sentencias finales, mi amigo avanza un optimismo voluntarista. Yo no sé donde meterme. A la luz de lo que me cuenta, Proust, Joyce, Musil, Faulkner no encontrarían editor, ni en Madrid ni Barcelona. Yo me pregunto: ¿Cuándo tiempo puede sobrevivir una cultura donde las jóvenes novelistas alardean de incultura y desconocimiento a los clásicos? Quizá haya algo mucho peor y desalmado: la degradación del gusto, víctima de la incultura que comienza a crecer en las escuelas. “¡Si supieras el lamentable estado gramatical en que llegan los originales!”, me dice mi amigo, quién, al despedirnos hace esta advertencia: “Otra plaga nefanda es la del sectarismo. Antes se moría por las ideas. Ahora se matan por la viñeta de la empresa donde esperan publicar y ser jaleados por la prensa adicta”.