Me llaman desde Madrid José Carlos Mainer, Santos Sanz Villanueva, Fernando R. Lafuente, Ramón Pernas López, Fernando Bellido y Valeria Ciompi para asociarme de la manera más amistosa a la Fundación Caballero Bonald, ex aequeo con Jordi Gracia.
Tratándose de ellos y de él, se trata de una noticia que me emociona mucho, por tantas razones. Intercambio cordiales palabras con Fernando y Ramón, que me anuncia: “Te paso a Pepe…”. Y, a mil y pico kilómetros de distancia, cuando esperaba a la puerta del despacho de mi notario, ayer tarde, avenue Hoche, allí estaba la voz de Pepe: “Quiñonero, cuantos años… desde los tiempos del viejo Informaciones y Cuadernos…”.
El Informaciones fue el periódico donde yo gané mi primer sueldo, intentando aprender algo de maestros que se llamaban Pablo Corbalán, Rafael Conte, Jesús de la Serna, Juan Luis Cebrián, Pepe Castro Arines, entre tantos otros. Cuadernos Hispanoamericanos era la revista que dirigieron Dámaso y Luis Rosales, José Antonio Maravall y Félix Grande, donde escribíamos gente tan diversa como Fernando Quiñones, Luis Alberto de Cuenca, Eduardo Tijeras, Villena, etc. María Antonia Jiménez sigue siendo secretaria de la revista donde nos conocimos.
Han pasado… tantos años. Y, a las cinco de la mañana apenas tengo que dar unos pasos para alcanzar la carpeta que me acompaña desde entonces, con los seis discos del Archivo del cante flamenco dirigido por José Manuel, Pepe Caballero Bonald. Que ese fue el motivo de nuestro primer encuentro y mi gratitud, intacta. Por aquellos años, esa antología era, con la del maestro Antonio Mairena, el canón magistral del cante flamenco. Camarón y Paco de Lucía frecuentaban el piso de los Grande (Félix y Paquita, donde se cruzaban Elda y José Alberto Santiago, Antonio Martinez Sarrión y Eladio Cabañero), donde yo entraba con el respeto debido a los mayores y admirados.
Hoy, a las cinco de la mañana, no son horas de despertar a Carmen Juan Florencio y Pedro, poniéndome a escuchar a la Tía Anica la Piriñaca, Pericón o Juan Talega. De hecho, me basta con tocar esos discos, releer algunas líneas el texto de Pepe, mirar las fotografías de esa buena gente del Sur. Cierro los ojos. Y vuelve a embargarme la brisa mediterránea de mi adolescencia, pobre, descarriada e inmortal, gracias a todos ellos.