Cuando me cruzo con C* —-una vez al año, al azar de cócteles profesionales—-, me avergüenza mirarla a la cara.
Ella, que fue una joven luminosa y radiante, se ha transformado en una arpía de rostro deforme, como consecuencia de la bebida y otros estimulantes menos confesables. Cuando ríe, deja entrever unos dientes mal cuidados manchados de nicotina. Cuando me abraza, para despedirse, cierra los ojos y advierto que tiembla.
¿Qué pensará ella de mi?
Deja una respuesta